Gastronomía
La esencia está en la calle
La comida callejera es una de mis grandes pasiones y, en algunos países, está elevada a la categoría de arte. ¡Hasta cuenta con Estrellas Michelin!
La comida callejera es una de mis grandes pasiones y, en algunos países, está elevada a la categoría de arte. ¡Hasta cuenta con Estrellas Michelin!
Desde que era bien pequeño y mis padres me llevaban a la feria, me he sentido atraído por los puestos de comida. Lo que allí se cocía me entraba por los ojos, no me podía resistir. Yo era de esos niños que pedía y pedía y casi nunca le daban. Algún capón caía, pero nada mollar. Le hincaba el diente a poca cosa. “Ya lo haremos nosotros en casa, que aquí no sabes lo que lleva”, decía mi madre. Como si rociaran las patatas con arsénico en lugar de salsa brava. Así que, lejos de colmar mis expectativas, la comida callejera se me quedó atravesada. Ahora, cada vez que viajo, trato de desquitarme. En mi caso, se añade otro factor a la ecuación: además de comer, me gusta ver cocinar. Asisto impasible al ritual del cocinero en los fogones. Ni pestañeo. Se trata de una coreografía mil veces repetida que, a mis ojos, siempre sale bien. Por eso, en los puestos ambulantes disfruto a dos carrillos: comida sabrosa y espectáculo por el mismo precio. Aquel pensamiento de mi madre quedó guardado bajo llave en el baúl de las leyendas urbanas, como la ley de las dos horas de digestión antes de bañarse.
Hay lugares creados para comer en la calle. Vietnam es uno de ellos pero, como no he estado —no sé a qué estoy esperando—, os hablaré de Tailandia. Allí redescubrí la esencia del street food, ese concepto que para nosotros es tendencia y que para ellos no existe. Quiero decir, cocinan en la calle porque no tienen otro lugar donde hacerlo. No lo consideran trendy, ni siquiera aspiran a ser objeto de una foto para Instagram. Simplemente ofrecen lo que mejor saben hacer: desde el conocido Pad Thai a sopas picantes, pollo en leche de coco, currys o ensaladas. Todo delicioso y, en muchos casos, de una calidad suprema. De hecho, uno de estos tenderetes cuenta con una Estrella Michelín, así como lo oyes. Se trata del puesto de Jay Fai, una venerable señora de 73 años que, ataviada con unas estridentes gafas de esquiar, prepara los mejores platos callejeros de Bangkok. En su pequeña esquina no cuenta con una laboratorio de innovación para nuevas creaciones, simplemente escoge platos tradicionales de comida callejera y los eleva a otra dimensión. Con sus manitas, un wok, unas brasas y unos buenos ingredientes hace poesía que embelesa a toda clase de comensales. Para mí, conocer una ciudad también consiste en esto: sentarse en las pequeñas mesas de estos tenderetes y aventurarse en su comida tradicional, la del día a día. En Tailandia, Indonesia, Camboya o Marrakech (en la plaza Jemaa el Fna, por supuesto).
Pero muchas veces se trata de reponer fuerzas mientras uno deambula por la ciudad. En Japón, especialmente en Osaka, resulta difícil no dejarse seducir por unos takoyakis, esas bolas de masa rellena de pulpo o calamar que ofrecen por todas partes. También allí se trata de una cultura muy arraigada, al igual que en Nueva York. Detenerse en un puesto de perritos calientes o llevarse un pretzel a Central Park es, sin duda, un buen plan. Aunque mucho más irresistibles son, para mi gusto, los fritos que ofrecen en las concurridas calles de Nápoles: arancini (bolas de arroz empanadas y fritas), zeppole o aria fritta (especie de buñuelos de viento salados hechos con agua, harina, levadura de cerveza y sal), panzerotti (parecidos a las croquetas pero de puré de patata con queso y perejil) y frittata di maccheroni (tortilla de macarrones). En ocasiones es difícil elegir entre sentarse en un restaurante o pasar el día picando de aquí para allá.
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