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El artículo de Carmen Lomana: los corales anuncian el verano

Con Los Morancos e Isabel Gemio en la Global Gift
Con Los Morancos e Isabel Gemio en la Global Giftlarazon

En la terraza del Teatro Real, contemplando la Plaza de Oriente y nuestro maravilloso Palacio Real al fondo, y mientras me deleitaba con un Martini en el atardecer de un cálido día de abril, le decía a un amigo que España es un país donde sus habitantes tendrían que ser felices por la luz y el sol que nos envuelve la mayor parte del año. Sin embargo, estamos todos un poco revirados y bastante frustrados, quizá porque nos sentimos impotentes ante tanta corrupción y falta de respeto de nuestros políticos. El contrapunto es Noruega, el país más feliz del mundo, según las últimas estadísticas de la ONU. Ha desplazado en el ranking a Dinamarca, que hasta ahora era el colmo de la dicha. Desbancados de la primera posición, los daneses se han quedado tristísimos, aunque la pena les ha durado unos minutos, enseguida han vuelto a sonreír.

Resulta que Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza, considerados los más felices, son muy ricos, pero sol, lo que se dice sol y luz, no tienen mucho. Para que luego digan que el dinero no trae la felicidad o que el hombre feliz no necesita camisa... Ellos tienen camisas, jerséis, abrigos, anoraks, botas isotérmicas, guantes y gorras porque sin eso no podrían sobrevivir a sus bajas temperaturas. Ahora bien, para que un país sea feliz no le basta la riqueza, sino que esa riqueza esté bien distribuida, que haya libertad, ayudas sociales, ausencia de corrupción y bastante generosidad, educación y buenas maneras entre sus habitantes. Por eso, en Arabia Saudí, que tienen petróleo, la gente está muy amargada, porque la riqueza está en manos de unos cuantos jeques y la libertad personal muy restringida. Esto de la felicidad, ¿es importante? Yo creo que sí. Todos compartimos ese anhelo, aunque no todos podamos ir a vivir a Oslo o Copenhague, donde parece que se ha instalado y reside la felicidad.

Al poco tiempo de conocer al que sería mi marido se nos ocurrió ir a Noruega y Suecia. Vivíamos en Londres, que, comparado con Escandinavia, nos parecía Andalucía. Recuerdo que ya de mañana el cielo estaba gris oscuro y a las tres de la tarde era negra noche. En las oficinas había unas lamparitas que emitían una misteriosa luz azul para combatir la depresión que puede causar la falta de luz solar. La gente se emborrachaba en solitario comprando vino y whisky a unos precios prohibitivos. Nunca tuve la sensación, a pesar del orden y la belleza del paisaje, de que esas buenas gentes fuesen las más felices del mundo... O, al menos, no lo reflejaban. Sin embargo, la alegría y generosidad que emanan, desde su pobreza, las personas de Latinoamérica, India o África jamás me la trasmitieron los que oficialmente son los primeros en el ranking de la felicidad.

Soy de las que opino que en el último siglo, a pesar de las guerras y los conflictos terroristas, la sociedad occidental ha alcanzado unas cotas de confort y bienestar como nunca había imaginado. Pero el futuro ya no es el hábitat natural de las esperanzas, sino a veces un escenario de inseguridad y pesadillas a perder el trabajo, nuestro hogar, nuestro estatus social... Nadie ha dicho que la vida sea fácil, pero nosotros debemos luchar para que lo sea, para que nada nos amargue más de cinco minutos, para que resistir y sonreír sea nuestro lema evitando esa senda de corrupción y degeneración que a veces parece rodearnos, para convertirla en una ruta de limpieza sin plegarnos al conformismo y la pasividad, sin dejarnos avasallar.

Ahora pensemos en las vacaciones de Semana Santa que se avecinan, en largos y conversados paseos, charlas al sol, chiringuitos y tapas. Todo eso que hace que este precioso país que es España, a pesar de lo que digan las estadísticas, sea uno de los favoritos para pasar las vacaciones de medio mundo. Tenemos todos los elementos para ser relativamente felices. Queridos lectores, les envio mi cariño desde Roma, ciudad en la que tampoco se está nada mal.