Hollywood
Famélicos camaleones y bisturíes hambrientos
Chris Hemswoth ha sufrido una profunda transformación para interpretar su último personaje cinematográfico.
hris Hemsworth, aparte de interpretar a un tal Thor para Marvel, ha revolucionado el patio con una fotografía en la que muestra su cuerpo demacrado. Parafraseando al maleducado e histriónico Dani Alves, flaco no, lo siguiente. Inmediatamente aclaró que su pérdida de peso responde a las exigencias del guion. Al de la película «En el corazón del mar», que se estrena el día 4 en España. La historia de un ballenero que naufraga y la aventura de sus marinos, a remojo durante noventa días. Uno sólo imagina espeluznado el frío, el hambre, la sed y el vértigo de no saber si eso que acaba de rozarte fue el pie de un compañero o el lomo de un tiburón oceánico. Se cree que el fatídico incidente inspiró al volcánico Melville para escribir esa incendiaria novela, desesperanzada visión del corazón humano a lomos del monstruo blanco, llamada «Moby Dick». Cuestionado respecto a las draconianas exigencias del rodaje, dice Hemsworth que pidió asesoría a Tom Hanks. ¿El mejor método para adelgazar? No comer, claro. Hanks dejo de hacerlo para calzar al protagonista de Filadelfia, enfermo de sida, y años después al de «Náufrago». Sabe que a los académicos de Hollywood, arterioescleróticos de efectismo, les va la marcha de las transformaciones. Lucir en pantalla con el careto desfigurado, veinte kilos de más o menos, entradas donde antes agitabas una melena o viceversa, empuja rumbo al Oscar. Con independencia de que transmitas verosimilitud y exudes magnetismo o de que al aparataje visual, externo, epidérmico, no le corresponda ningún fuego.
Imposible olvidar al Jake LaMotta de Robert De Niro en «Toro salvaje». Para bordar su clamorosa revisión del boxeador sonado y gordo, azotado por la vida y enamorado de los monólogos de Shakespeare, algo así como un Falstaff del Bronx con el cerebro tumefacto de tanto zumbarse con Sugar Ray Robinson, para regresar al plató con ese brillo inequívoco del actor poseído, restallante de pantagruélica energía oscura, De Niro viajó a Italia y sometió su chasis a una monumental dieta de canelones y lasaña, espaguetis y macarrones, salsas boloñesa y carbonara, tiramisús y queso. Nada de esto tendría importancia si debajo de su su fofa barriga no hubiera quemado el metal del talento. Cómo obviar a la Charlize Theron de «Monster». La surafricana borda el trabajo de su vida y está irreconocible, lo que tiene un mérito importante dado que el personaje, repugnante, queda muy lejos de la explosiva belleza de la diosa rubia. A veces, para lograrlo, sobra con introducirse bolas de algodón en la boca, como Marlon Brando en «El padrino». Pero hablamos del intérprete más imitado y venerado. Capaz de ofrecer mercancía de primera. Un rostro único, la voz ahumada, un físico rotundo, una actitud entre relajada y chulesca y, sobre todo, capaz de inyectarse los textos por vía intravenosa. Después los susurraba y/o escupía como quien respira. En los casos del famélico Cristian Bale de «El maquinista», del destrozado Matthew McConaughey en «Dallas Buyers Club», del desquiciado «Recluta patoso» que bordó Vincent D’Onofrio en «La chaqueta metálica», el magnetismo actoral se retroalimenta de un vía crucis físico que gusta mucho a los publicitarios y que jamás distrae de la cuestión clave. Darle vida a un boceto.
Parodia del quirófano
Quedan, por rematar, los ejemplos de quienes apostaron a la pastelería del cambio físico y olvidaron el resto. Sean Penn en la dudosa cinta del a menudo sublime Sorrentino. O, ay, las alabanzas recibidas por una Renée Zellweger, «El diario de Brigdet Jones», que se limitó a ganar el peso suficiente para pasar de flaca irreal a tía normal. Lo que sí tiene mérito fueron las cirugías plásticas, colágenos, bótox e implantes que se ha hecho en la jeta y con las que ha terminado por ser cualquiera menos ella. Un síndrome, el del actor o actriz que por exigencias del mercado o turbios complejos freudianos acomete la desconstrucción de su rostro, que evidencia hasta qué punto el papel más peligroso es el de «sex-symbol» devorado por el paso del tiempo. Las draconianas imposiciones de la industria ahorman la patria común de unos profesionales abocados a la autoparodia del quirófano.
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