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Historias entre sábanas
Me pregunto cómo llegaré el día 24 a la cena familiar. En realidad, cómo llegaremos todos, porque esto parece una «gincana» de obstáculos que debemos superar para estar radiantes, o más bien ojerosas y despeluchadas, en el día más importante para la civilización occidental y cristiana, el comienzo de nuestra era hace 2017 años. Con el nacimiento de Jesús (Enmanuel) en Belén, cada año los seres humanos que parecemos borregos nos complicamos la vida en vez de reducir estas fiestas a un momento de reflexión, fraternidad, amor y tolerancia acompañados por nuestras familias y amigos . Hay que comprar regalos para los niños el día de Nochebuena que se los entregará ese personaje que nada tiene que ver con nosotros y que llega en trineo de los países nórdicos. Papá Noel, un regordete que emite extraños ruidos y que no me interesa nada, que ya esta metido hasta en la sopa en nuestras vidas con esa manera absurda de entregarnos al «American Way of Life».
Lo que no podemos es olvidar a nuestros queridísimos Reyes Magos. Por supuesto, más regalos para ese día que a mí personalmente me parece el mejor. Todo esto, unido a la cantidad de compromisos sociales, cenas de empresa, tratamientos de belleza, vestido especial y esos mensajes publicitarios que crean necesidades de las cuales podríamos prescindir y centrarnos más en lo esencial, hace que nos produzca un estrés innecesario. Creo que es importante estar la noche del 24 con nuestra mejor actitud y sonrisa para disfrutar de la familia. Más importante que tener el pelo y el maquillaje perfectos. Me hace mucha ilusión, especialmente, los nuevos miembros de mi familia. Dos bebés preciosos, Jimena y Carla, y un niño de 3 años que es mi adoración, Bosco. Tengo que reconocer que el ambiente navideño me encanta e impulsa a salir a la calle sintiéndome como una niña con las luces, adornos y animación, pero también me hace pensar en los «sin techo» y las personas que están solas, ancianos de los que sus familias prácticamente han prescindido aparcándolos en residencias. Todos deberíamos preocuparnos estos días de que a nadie le falte un abrazo y un lugar cálido donde cobijarse.
Estas últimas semanas saltó la noticia de la muerte de Christine Keeler, una mujer bellísima que hizo tambalear los cimientos del «stablishment» británico en 1963. Recuerdo perfectamente que era un tema recurrente en las conversaciones de las personas mayores, yo no entendía muy bien el motivo del revuelo, dada mi inexperiencia en temas de sexo y espionaje, pero me informé de que su delito fue «enrrollarse» al mismo tiempo con el ministro de guerra inglés John Profumo y el espía soviético Yevgeny Ivanov en plena Guerra Fría y de que pasaba entre sábanas información del uno al otro. A mí lo que realmente me tenía fascinada eran las historias que leía de piscinas llenas de champán en la residencia de Lord Astor donde ella y sus amigas, especialmente una divina Mandy Rice, se bañaban en noches de orgía con políticos y lo más granado de la sociedad londinense. Recuerdo cuando detuvieron al ministro, la actitud de su mujer de «esposa santa y perfecta» que, a pesar de todo, estaba dispuesta a perdonar. Fue un momento perfecto de cotilleo y doble moral ante unas chicas a las que tacharon de todo y que lo único que querían era pasárselo bien durante el florecimiento de la revolución sexual.
Christine, huyendo del escándalo, voló a Madrid, y terminó en una humilde casa en Altea, nada que ver con su lujosa vida de Londres. Tenía una elegancia y un cuerpo preciosos con una historia para enganchar. Sexo, política y traición. Ella pasó a ser tema de debate nacional, pero también de entretenimiento de peluquería, casas y «pubs». Imagínense el rendimiento que le hubiese sacado ahora de plató en plató y escribiendo sus memorias. Pero eran otros tiempos y las personas tenían vergüenza y pudor por muy putas que fuesen...
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