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«Amigos de la universidad»: Los miserables no siempre son interesantes
Evitar rodearnos de gente desagradable o molesta, o mucho menos graciosa de lo que se cree, es uno de los motivos por los que tan a menudo decidimos quedarnos en casa viendo series. Pese a ello, los últimos años nos han ofrecido todo tipo de ficciones televisivas de éxito apoyadas no tanto en un personaje central como en sus miserias. No hablamos solo de Sopranos y Drapers sino también de las versiones cómicas de esos sinvergüenzas; narcisistas irremediables como Larry David o Kenny Powers, protagonista de «De culo y cuesta abajo». A causa de ellos es comprensible que haya llegado a extenderse la teoría de que una serie protagonizada por personajes desagradables es necesariamente una buena serie.
Y eso nos conduce a «Amigos de la Universidad», que es un ejemplo especialmente ilustrativo del tipo de ficción que en lugar de construir unos personajes interesantes prefiere apoyarse en otros meramente antipáticos, y que luego no se preocupa por justificar a esos personajes porque da por hecho que sus defectos son suficiente justificación. La primera señal que la nueva serie da de esa dejadez está en su premisa misma, en tanto que en realidad no hay premisa.
Como su increíblemente literal título indica –tan literal como bautizar Mascota a un animal de compañía–, acompaña a seis camaradas de Harvard que 20 años después siguen viéndose. No es un punto de partida original ni especialmente dinámico, sobre todo porque los miembros del grupo pertenecen todos al mismo estrato social: el de los irritantemente privilegiados.
El problema no es que los viejos amigos sean unos miserables. Las personas que dan mala vida al prójimo tienden a ofrecer más posibilidades dramáticas que la gente noble; los villanos suelen ser más atractivos que los héroes porque solo hay una forma de hacer el bien pero muchas de hacer el mal, pero para invertir nuestro tiempo en ellos necesitamos que sus miserias tengan interés. Y las de los protagonistas de «Amigos en la universidad» no lo tienen. El único rasgo de esta panda es que se hacen mayores y están insatisfechos con lo que han hecho en la vida.
El síndrome de Peter Pan es un asunto que Nicholas Stoller, creador de la serie, ha explorado a lo largo de toda su carrera como cineasta: según él, el miedo a crecer es la perdición del ser humano moderno. La incapacidad de superar el pasado que sus más recientes personajes aquejan promete acecharles durante el resto de sus vidas, y eso es más bien deprimente.
En todo caso, como ya demostró Woody Allen en sus años buenos, las depresiones pueden ser de lo más divertidas. El problema es que el arma secreta de «Amigos en la universidad» para generar risas es hacer que los personajes griten cuanto más, y más a menudo, mejor. Y en general la serie es incapaz de decidir si quiere ser una dramedia realista o una sitcom trufada de chistes burdos, y los dos enfoques chocan entre sí permanentemente.
Al final, se hace difícil identificar a casi ninguno de los seis amigos como gente real. Se comportan de la forma más improbable, y en lugar de mantener conversaciones se limitan a intercambiar «one liners». Los líos en los que se meten y los desaguisados que provocan –lanzar una silla por la ventana, sabotear una fiesta de boda, ser arrestados por tener sexo en público– son producto de una estupidez y una irresponsabilidad exageradas, y no suelen tener consecuencias. En otras palabras, ver «Amigos en la universidad» es contemplar a personas despreciables que hacen cosas despreciables porque sí. Ese tipo de gente existe, sí, pero no la queremos tener cerca. Si se sentaran cerca de nosotros en un restaurante nos iríamos, a otro restaurante o, mejor, a otra ciudad. ¿Qué interés tiene gastar ocho episodios con ellos?
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