Historia
Con el 600 la clase media pasa de 0 a 130 kilómetros
Fiable y robusto, poseer uno de ellos era el ejemplo más visible de que se estaba en otro estatus social para envidia de los vecinos que aún tenían que usar el transporte público.
Fiable y robusto, poseer uno de ellos era el ejemplo más visible de que se estaba en otro estatus social para envidia de los vecinos que aún tenían que usar el transporte público.
Adelante hombre del 600/ la Carretera Nacional es tuya...». Ése era el estribillo de una canción de La Madre del Cordero, compuesta por Moncho Alpuente. Por causalidad o casualidad, el tema se oía en las emisoras de radio en 1973, justo el año en el que Seat dejó de fabricar el objeto del deseo en automoción de muchos españoles de clase media –ahora se llegan a pagar hasta 5.000 euros– que veían en este vehículo cómo podían subir muchos peldaños su estatus. Era una forma de mirar a los vecinos y parientes sino por encima del hombro, que también, sí desde la ventana del coche saludándolos con una amplia sonrisa mientras que con la otra sujetaba el volante. Antes de que se produjese aquel momento, y de lo que pocas veces se hablaba, había que ahorrar, porque costaba unas 70.000 pesetas, céntimo arriba o abajo. Y un dato que también tenía su aquel: había que dar una entrada sí o sí, como el propietario se embarcarse en una hipoteca.
En 1967 se produjeron, y vendieron, 67.308 unidades, la cifra más alta desde que se puso en venta, diez años antes. En ese año mi familia ya tenía uno, más bien mi tío José, pero como mi padre no sabía conducir se convirtió en el vehículo de toda la prole. Era blanco, de cuatro puertas, lo que era un alivio y, aunque yo no me acuerde, mi tía me comenta que era descapotable. ¡Ahí es nada! Su velocidad máxima era de 130 kilómetros, algo que dudo que mi tío lo pusiese alguna vez en práctica porque a los diez minutos de subirnos en él mi padre ya estaba diciéndole que pisara el acelerador.
En teoría era de cinco plazas, pero nos llevó a los seis, aunque siete años más tarde se incorporó mi prima Cecilia. No entrábamos de canto, pero casi. Y a veces, cuando parábamos en un bar de carretera miraban con asombro cómo salían tantas personas de aquel utilitario, anticipo de los concursos que vinieron después de cuánta gente cabía en un 600.
Fuimos con él a todos los sitios, daba igual la estación del año. Era fiable y robusto. Sin prisa y sin pausa subía el Puerto de Navacerrada a su ritmo. En una ocasión, aún nos reímos de ello, nos adelantó un coche más puntero. Mientras realizaban la maniobra, el conductor y sus amigos se reían de nosotros. Pero el karma le dio un corte de mangas en la siguiente curva cuando les vimos con los brazos en jarra discutiendo porque salía humo del motor.
A pesar de ser cómodo, en verano no se estaba tan confortable. El aire acondicionado era una utopía, por lo que se abrían las ventanas para que entrase el aire, lo que era casi peor, porque era caliente. Si a eso sumamos que los progenitores masculinos fumaban... Hubiera sido muy necesario un parabrisas, no por la lluvia, si no para ver algo a causa de las bocanadas de nicotina. Quizá tendrían que poner como accesorio, unas mascarillas.
Mi tío y mi padre iban delante y las esposas con las niñas detrás, signo aparentemente baladí, pero bastante indicativo de la posición de la mujer en aquellos años. Los asientos, creo que de cuero, se pegaban a los muslos hasta el punto de que casi se quedaban ahí como si fuesen una calcomanía.
Aquel 600 nunca padeció ningún accidente de tráfico, pero vivió sus percances, uno de ellos especialmente ridículo. Ni Berlanga junto al guionista Rafael Azcona lo hubiesen imaginado en sus mejores sueños para crear una secuencia. Un día de tantos, en el estío, antes o después de irnos a la playa, nos íbamos a la sierra. En vez de dejarlo aparcado en la cuneta, cuan Land Rover nos depositaba en la hierba. Hasta ahí todo dentro normal. El desquicie total fue aquel día en que al parecer estábamos donde no teníamos que estar, un lugar pasto de las vacas y algún becerro, que, con la tortilla de patatas puesta en el mantel no solamente se comió el pan colgado en el árbol, sino que también empezó a mirar otro tipo de sustento, humano para ser más precisos. Sea como fuere, todos nos refugiamos en el coche, cual búnker antinuclear, mientras que arremetía contra el 600, que ese día demostró sobradamente el aguante de su carrocería. Sí, como decía la canción de Alpuente, puede que fuésemos unos domingueros... Y a mucha honra.
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