Historia
El atentado contra Fernando el Católico
La espada empuñada por Juan Cañamás estuvo a punto de resultar mortal para el monarca, del que se temió por su vida
La espada empuñada por Juan Cañamás estuvo a punto de resultar mortal para el monarca, del que se temió por su vida
Una de las mayores pruebas de amor de la reina Isabel la Católica a su esposo Fernando tuvo lugar a los 23 años de matrimonio, el 7 de diciembre de 1492, cuando el rey fue víctima de un atentado frustrado contra su vida en la Plaza del Rey, en Barcelona. El autor, Juan Cañamás, era un auténtico lunático convencido de que el mismísimo Espíritu Santo le había asegurado que, si acababa de una vez con la vida de Fernando de Aragón, podría ceñir la Corona en sus propias sienes. Pero en lugar del Paráclito, debió de ser el mismísimo diablo quien le inspiró semejante crimen, de lo cual no albergaba la menor duda Andrés Bernáldez, el Cura de los Palacios, en su archiconocida «Historia de los Reyes Católicos».
Ni corto ni perezoso, el tal Cañamás le propinó un tajo al monarca en la parte posterior del cuello con una espada ancha y afilada; la terrible herida, que a punto estuvo de costarle la vida y requirió al final siete puntos de sutura, tenía dos trayectorias: una en dirección a la cabeza y otra más próxima a la oreja. «¡No le matéis!», grito el monarca, ensangrentado, a los miembros de su séquito que se abalanzaron sobre el agresor asestándole tres puñaladas.
- Cáñamo salvador
¿Tan grave fue la herida infligida a Fernando el Católico? Su propia esposa, en carta a su confesor Hernando de Talavera del 30 de diciembre, cuando el rey ya estaba fuera de peligro, describía la sangría de forma muy visual. La lesión del rey Fernando convocó a lo más selecto de la medicina: una auténtica legión de médicos integrada por Julián Gutiérrez –especialista en las enfermedades de las vías urinarias–, Juan de Guadalupe, Diego Álvarez Chanca, compañero de Cristóbal Colón, Nicolás de Soto y Rivas-Altas.
Entre todos dispusieron aplicar al regio paciente estopas de cáñamo empapadas en agua fría y claras de huevo para unir los extremos de la herida. La cirugía se realizaba con agujas triangulares y gruesas con ojal para enhebrar el hilo resistente y uniforme, a fin de suturar la brecha. Para evitar que se infectase, se lavaba con una solución de agua hervida de manzanilla y luego se espolvoreaba con cardenillo y cobre quemado previniendo así la aparición de pus. Acto seguido se aplicaban a la herida, para que cicatrizase, ungüentos de minio y albayalde, lavándola a diario.
Conocemos por el archivero real de Barcelona, Miguel Carbonell, los entresijos del atentado; sin ser testigo ocular del mismo, Carbonell sí escuchó el griterío ensordecedor desde la ventana de su despacho que daba a la plaza y, poco después de que el criminal fuese ajusticiado, envió una carta a un amigo suyo relatándole con todo lujo de detalles el regicidio, incluida luego en sus «Chròniques d’Espanya» editadas en catalán.
Según el archivero, el asesino Juan Cañamás, un payés criado en Francia, escogió el viernes para perpetrar el magnicidio; precisamente el día en que el rey escuchaba «las súplicas y lamentaciones de los pobres miserables» en el Palacio Mayor de Barcelona.
Agazapado en una iglesia adyacente, Cañamás salió de ella a las doce del mediodía tras comprobar que su víctima entraba en palacio, disponiéndose a subir por las escaleras. Relataba así Carbonell lo que a continuación sucedió: «Y cuando el rey hubo descendido el segundo peldaño y él, como traidor, andaba detrás, saca la espada desnuda que tenía dentro de la capa y da con ella un golpe entre el cuello y la cabeza al rey, que si no hubiese sido milagro de nuestro Señor y custodia de la Virgen María (el rey aquel día de viernes ayunaba) le hubiera separado la cabeza de las espaldas en un tris».
La Providencia salvó a Fernando de morir guillotinado pues en aquel preciso instante hizo un movimiento descendente con el cuerpo que amortiguó el corte desviando su trayectoria; además, según Carbonell, al criminal «le temblaba el brazo».
Los miembros del séquito real no le dieron opción de efectuar un segundo intento. El monarca cubrió la herida con una prenda que llevaba encima y se dirigió a sus aposentos, donde le dieron a beber un vino fuerte que le hizo susurrar: «Se me va el corazón; tenedme fuerte».
Reanimado poco después, se convenció de que aún no le había llegado la hora de rendir cuentas ante el Altísimo. La espada, en efecto, no tocó «la vena vital» por milímetros. Isabel se desmayó al recibir la trágica noticia. Poco después, irrumpió en palacio ya recuperada al cerciorarse de que su esposo viviría para contarlo.
El peor suplicio
El regicida Juan Cañamás acabó en manos del verdugo, pese a que el monarca pensara en perdonarle, convencido de que no estaba en sus cabales. Andrés Bernáldez, el Cura de los Palacios, aseguraba que el criminal era un auténtico poseso. El Consejo Real reservó al reo el mayor de los suplicios: la lenta mutilación de sus miembros en carne viva a la vista de la muchedumbre, durante un macabro paseo por Barcelona. Colocado desnudo sobre un castillo de madera tirado por un carro, ataron al infeliz Cañamás a un palo y lo llevaron de procesión, primero al lugar del atentado, donde le seccionaron un puño y medio brazo, y luego a otra calle, donde le sacaron un ojo de la órbita, como a un caracol. Más adelante le arrancaron el segundo ojo y le cortaron la otra mano. Los restos del desdichado fueron incinerados con el mismo castillo de madera.
@JMZavalaOficial
✕
Accede a tu cuenta para comentar