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¿Isabel II, ladrona de joyas?
Laureano Figuerola, ministro de Hacienda, levantó la voz para señalarla, junto a su madre María Cristina, por haberse llevado unas alhajas a espaldas de todos. Desconocía el artículo 9 de las capitulaciones matrimoniales
Laureano Figuerola, ministro de Hacienda, levantó la voz para señalarla, junto a su madre María Cristina, por haberse llevado unas alhajas a espaldas de todos. Desconocía el artículo 9 de las capitulaciones matrimoniales
¡Las alhajas de la Corona han sido robadas, y robadas de la manera más escandalosa!», bramó Laureano Figuerola.
La acusación del ministro de Hacienda en las Cortes Constituyentes de 1869 desató la más feroz tempestad parlamentaria que se recuerda en todo el convulso Romanticismo español.
Repartidos por el hemiciclo se congregaban aquel 1 de diciembre cicerones ilustres, sumidos en un sepulcral silencio: Ruiz Zorrilla, Becerra, Alcalá Zamora, Balaguer, Pi y Margall, Moret, Castelar, Cánovas, Sagasta, Ríos Rosas, Echegaray... El general Juan Prim, que presidía el Consejo de Ministros bajo la regencia del duque de la Torre, ocupaba el escaño más destacado.
«Por lo menos –prosiguió Figuerola– han desaparecido de España 78 millones en valores que representaban las alhajas de la Corona. Han desaparecido de España por dos personas cuyos nombres están en vuestra boca, por doña María Cristina de Borbón y por doña Isabel de Borbón».
El ministro acusaba así, sin que le temblase el pulso, a la cuarta esposa de Fernando VII y a su hija mayor destronada el año anterior tras la Gloriosa revolución.
¿Era verdad el gravísimo crimen que denunciaba con tanto aplomo, ante la impertérrita audiencia, el mismo hombre que había introducido la peseta como unidad monetaria en todo el territorio español?
Hoy, casi un siglo y medio después de la célebre galerna parlamentaria que acabamos de condensar, creo saber por fin lo que en realidad sucedió con las joyas de la Corona.
Si los franceses se llevaron todas las alhajas que existían en palacio durante la invasión en 1808 y 1811, en el Guardajoyas no podía haber en 1840, cuando el intendente Martín de los Herreros encontró 700 estuches vacíos, más que las piezas adquiridas por María Cristina de Borbón, junto con las procedentes de la testamentaría de su esposo Fernando VII y las regaladas por éste a la reina con motivo de su boda, natalicios y otras solemnidades.
Poco antes de abandonar España en 1840, dejando en manos del nuevo regente Espartero la suerte de sus hijas Isabel y Luisa Fernanda, María Cristina de Borbón llevó consigo todas sus joyas a bordo del vapor «Mercurio» que la condujo desde el puerto de Valencia hasta la costa francesa.
Advirtamos que sólo las alhajas que Fernando VII regaló a su esposa por su boda se valoraron en 21.043.000 reales; además, otros 2.970.900 reales procedían de la testamentaría del difunto monarca, junto a otro lote valorado en 18.596.900 reales. En total, pues, había 42.610.800.
Pero cuál fue mi sorpresa, y consiguiente satisfacción, al descubrir la relación de joyas que María Cristina de Borbón devolvió a sus hijas Isabel y Luisa Fernanda 18 años después de abandonar España, en 1858. La reina madre entregó a Isabel más de un centenar de alhajas, y otro tanto a Luisa Fernanda.
Significaba eso que la reina gobernadora las había llevado todas consigo al exilio, y que por esa razón el guardajoyas de palacio estaba completamente vacío cuando irrumpió en él Martín de los Heros.
En esa relación exhaustiva de joyas figuraban otras que la propia María Cristina adquirió años después; por eso, su valor total se elevaba a 58.155.800 reales, repartidos por igual entre sus dos hijas, en 1858.
Ignoraba el ministro Figuerola que, mientras él arengaba a los diputados contra las dos regias damas, todas las joyas estaban depositadas en la sede londinense de la Banca Rothschild.
La reina gobernadora distribuyó otras muchas alhajas entre los ocho hijos que tuvo luego con el guardia de corps Agustín Fernando Muñoz.
Añadamos finalmente que, a falta del inventario que posiblemente Fernando VII jamás llegó a incorporar a su testamento, en el que vinculaba determinadas joyas a la Corona, su esposa María Cristina no hizo sino cumplir al pie de la letra la parte final del artículo 9 de las capitulaciones matrimoniales, en la que el propio rey estipulaba: «Pero si una vez viuda la Serenísima Princesa de las Dos Sicilias, doña María Cristina, prefiriese establecerse en el reino de las Dos Sicilias, o en cualquiera otra parte, en lo cual podrá proceder con entera libertad, podrá llevar consigo todos sus bienes, joyas, vajilla y cualesquiera otros muebles que le pertenezcan».
María Cristina no hizo así más que cumplir la última voluntad de su difunto esposo e Isabel II, por su parte, aceptar encantada los regalos que su madre, con todo el derecho del mundo, le brindó.
Pero eso no evitó que durante demasiados años, el buen nombre de las dos regias damas quedase mancillado injustamente al menos en este intrincado asunto.
¿Y qué sucedió con las joyas del ajuar privado de la reina María Cristina de Borbón? Sabemos que una parte de ellas se vendió un año después de su muerte, en 1879, en pública subasta, en uno de los salones del hotel parisino Drouot. Entre esos preciados ornatos figuraba un espléndido collar de brillantes y zafiros que, muchos años después, en 1982, puso a la venta la sala Christie’s de Nueva York, alcanzándose un precio de remate de 297.000 dólares. Pero, a diferencia de su madre, la reina Isabel II sí pasó apuros económicos en su residencia parisina, situada en el boulevard del Rey de Roma número 19. No tuvo más remedio que vender parte de sus joyas para pagar la pensión a su afeminado marido, el rey consorte Francisco de Asís; pensión que, según la escritura otorgada en París en marzo de 1874, se elevaba a 150.000 francos anuales.
@JMZavalaOficial
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