Historia
El conde de Falkenstein o el emperador José II del Sacro Imperio Romano Germánico
Llegó a preferir que se refiriesen a él con sus alias que con su nombre real
Llegó a preferir que se refiriesen a él con sus alias que con su nombre real.
El 18 de abril de 1777 el emperador José II, «el Emperador Sacristán», entró en París para permanecer unos meses, bajo el título de incógnito de Conde de Falkenstein, en un coche descubierto, sin escolta, bajo la lluvia, empapado. Se alojó al principio en un albergue evitando así recepciones oficiales. Cuando una hija del posadero le sorprendió a punto de afeitarse, le preguntó qué hacía él en casa del emperador y éste le respondió: «A veces tengo el honor de afeitarle». Falkenstein era el último feudo de José II en Lorena, antiguo estado de su padre. Sin embargo, en la Baja Austria existía un castillo de Falkenstein, erigido hacia 1050 por el emperador Enrique III. En 1106 Leopoldo III, margrave de Austria, lo compró y desde entonces perteneció a esa Casa.
José II, a quien molestaba la rígida etiqueta, no quiso alojarse en Versalles, donde le recibieron con frecuencia. Habitó luego en casa de su embajador Mercy d’Argentau. En París permaneció hasta el 30 de mayo de 1777. ¿Qué le había llevado allí? Además de reafirmar la alianza con Francia, deseaba hablar con su hermana. Le reconvino por ciertas ligerezas y defectos, y al regresar a Viena le dejó un escrito suyo titulado «Reflexiones dadas a la Reina de Francia». Pero, sobretodo, departieron sobre la consumación de su matrimonio con Luis XVI, con quien, tras siete años de unión, no tenía descendencia. Poco después empezarían a nacer hijos de la real pareja.
José II utilizaba el título de conde de Falkenstein en otras ocasiones. A la entrevista de Kherson, en Ucrania, entre él y Catalina II de Rusia, el emperador llegó sin séquito bajo el nombre de conde de Falkenstein. Creía que se respetaba su ilusoria identidad hasta el punto de hacer caso omiso cuando se dirigían a él como Sire o Majestad, se hacía presentar al embajador de Francia, asistía con el resto de los cortesanos al «lever» imperial y trataba a los nobles como camaradas.
En mayo de 1781 llegó a Luxemburgo, con redingote gris, cabriolet y pasaporte como conde de Falkenstein. Sólo se dio a conocer a algunos funcionarios. En junio viajó a Bélgica donde visitó despachos, fortalezas, puertos y manufacturas, circulando de incógnito con el mismo título. Se proponía estudiar los Países Bajos y suprimir buena parte de sus «absurdas libertades». Se detuvo veinticuatro horas en Beloeil. Charles-Joseph de Ligne quería organizar fiestas en su honor pero el emperador se negó a aceptar. El 7 de agosto, estando el duque de Württemberg en Étupes, llegó un correo gritando: «¡Monseñor, Monseñor! Su Majestad el emperador está en Montbéliard y espera a Vuestra Alteza... José II se ha alojado como un particular en el Hotel du Lion Rouge». Venía de recorrer Alemania, los Países Bajos y Francia, viajando como Conde de Falkenstein.
La duquesa de Abrantes cuenta como en Lyon, José quiso ver a un publicista y jurisconsulto, M. Prost de Royer, hombre estimado del conde de Campomanes, considerado de M. De Vergennes y de Lord Chatham, modelo del conde Rantzaw en Dinamarca, en fin, hombre digno de ser conocido. «Señor conde», dijo a José II, «conozco el protocolo de las cortes; entonces, esperaré que me interroguéis y no responderé más que con monosílabos. Pero habéis recorrido Francia, buscáis hombres y no hallastéis más que estatuas; buscáis la verdad y no encontrásteis más que mentira o silencio. Esta verdad soy capaz de decírosla, pero es preciso permitirme hablar con el conde de Falkenstein y no con el hijo de María Teresa, porque la conversación sólo es posible con cambio de palabras y ¿cómo dirigir preguntas a un emperador?».
Su carácter
Habilísimo gobernante, impulsor del «josefismo» que limitaba los poderes de la Iglesia a los puramente dogmáticos y morales, tomando el Estado dirección de sus asuntos seculares, tolerante con el resto de confesiones, gran reformador con el apoyo de su canciller Kaunitz, tropezó con algunas concepciones de su madre María Teresa cuando ésta le asoció al poder. Liberalizó el comercio, abolió la servidumbre, permitiendo la propiedad a los campesinos, secularizó la educación, y creó universidades e intentó imponer el alemán en Hungría lo que le causó serios problemas en ese reino. Amante de la música, especialmente de la de Mozart, a quien encomendó la ópera en alemán «El rapto en el serrallo». Fue, en definitiva, un exponente claro del despotismo ilustrado de la época.
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