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El heroico centurión de Julio César

Cuando, durante la batalla de Dirraquio (48 a. C.), Pompeyo desencadenó un tremendo ataque contra las líneas cesarianas, el coraje de un solo centurión resultaría decisivo.

El heroico centurión cesariano Esceva en la batalla de Dirraquio. © Radu Oltean/Desperta Ferro Ediciones
El heroico centurión cesariano Esceva en la batalla de Dirraquio. © Radu Oltean/Desperta Ferro Edicioneslarazon

Cuando, durante la batalla de Dirraquio (48 a. C.), Pompeyo desencadenó un tremendo ataque contra las líneas cesarianas, el coraje de un solo centurión resultaría decisivo.

Como cantara Lucano en su «Farsalia»: «Ya habían salido las águilas pompeyanas por encima de los remates de la alta empalizada, ya tenían la vía abierta hacia el universo: aquel lugar que ni con mil escuadrones juntos ni con todo el ejército de César les habría arrebatado la Fortuna, un solo hombre lo arrancó a los vencedores, impidiendo que lo tomaran, y afirmó que mientras él empuñara las armas y no estuviera aún abatido, el Magno no era el vencedor. Esceva era el nombre del héroe: militaba entre los soldados rasos antes de las campañas contra los fieros pueblos del Ródano; allí ascendido, a costa de sus muchas heridas, consigue la vid del Lacio [...]».

Esceva, que habría ascendido a centurión en las campañas de la Galia, consiguió detener la huida de sus hombres apelando a su amor propio –«¿No os da vergüenza no figurar en el montón de los héroes caídos y que se os busque en vano en las piras y entre los cadáveres»– y al coraje marcial propio de la virtus romana –«A falta de vuestro honroso deber, soldados, ¿no os mantendréis en vuestro puesto al menos por rabia?»–. Él mismo defendió la brecha en primera línea: «Aquel bravo se afirma sobre el terraplén en ruinas, y primeramente hace rodar los cadáveres de las torres repletas y aplasta con los cuerpos a los enemigos de al pie del muro; todos los escombros suministran proyectiles al héroe, y amenaza al enemigo con maderos, cascotes y hasta con su propio cuerpo. Bien con una estaca, bien con una dura pica desaloja de los muros los pechos enemigos, y corta con la espada las manos del que logra tocar lo alto del vallado; cabeza y huesos machaca con una piedra, y al cerebro, mal protegido por un frágil armazón, lo hacer estallar [...]».

Y luego arrojándose fuera de él, entre las filas pompeyanas: «[...] lanzó al héroe y le proyectó por encima de los batallones en medio de las armas un salto [...] Entonces, comprimido entre densos escuadrones y cercado por todo un ejército, vence todavía al enemigo hacia el que vuelve su vista. Y ya la aguda hoja [de Esceva], embotada y sin filo por el espesor de la sangre, ha perdido la función de espada, quebranta los miembros sin herirlos. A aquel valiente se le echa encima toda la masa, contra él todos los dardos; ninguna mano deja de ser certera, ni hubo lanza que no diera en el blanco; y la Fortuna ve enfrentarse a una pareja sin precedentes: un ejército y un hombre».

Esceva recibió múltiples heridas: «Su fuerte escudo resuena con los repetidos golpes, fragmentos del casco abollado le abrasan las apretadas sienes y nada sujeta ya sus órganos vitales descubierto, excepto las lanzas detenidas en la superficie de sus huesos. [...] He aquí que desde lejos [...] viene disparada una flecha gortinia [cretense] que [...] se hunde en su cabeza y en el globo de su ojo izquierdo. Rompe él los ligamentos nerviosos que retardaban la salida del hierro, arrancándose la saeta clavada con el ojo ya colgante, impertérrito, y pisotea el dardo junto con su ojo».

Todavía Esceva, su rostro desfigurado chorreando sangre, tuvo presencia de ánimo para fingir que se rendía y degollar a un enemigo que se le acercó; la providencial llegada de los refuerzos cesarianos le rescató, exánime por sus múltiples heridas. Su valor tuvo recompensa: «En los fortines no hubo un solo soldado [cesariano] que no resultara herido; cuatro centuriones de una cohorte perdieron los ojos; y, queriendo dar testimonio de su esfuerzo y de su peligrosa situación, hicieron saber a César la cuenta exacta de las flechas lanzadas contra el fortín: en total 30.000; y llevando a su presencia el escudo del centurión Esceva, se contaron en él 120 agujeros. A este, César, en atención a los merecimientos contraídos para con él y para con la República, le remuneró con 200.000 sestercios, lo elevó de la graduación de octavo centurión a primus pilus por una orden dictada al efecto, pues era notorio que el fortín se había salvado gracias a su esfuerzo; y luego a la cohorte la remuneró con doble paga, grano, vestido, alimento y condecoraciones de manera generosa».

«César contra Pompeyo»

Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 19

68 pp.

7€

Más que un mito, la mujer pirata es un personaje mitificado. Lo que sabemos de dos de ellas, Mary Read y Anne Bonny, que formaban parte de la tripulación de «Calicó» Jack Rakham, es que se comportaron y lucharon como cualquier otro pirata, y como tales fueron juzgadas y condenadas a la horca tras la captura de la tripulación. La diferencia es que ambas pudieron alegar que estaban embarazadas, consiguiendo que se aplazara la ejecución. Parece que ninguna de las dos llegó al cadalso, pues Mary murió de fiebres antes de dar a luz y Anne desapareció.