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El león de medianoche

El rey guerrero Gustavo Adolfo de Suecia, con un corazón el doble de grande de lo habitual, fue considerado un hombre extraordinario aún en vida

El león de medianoche
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El rey guerrero Gustavo Adolfo de Suecia, con un corazón el doble de grande de lo habitual, fue considerado un hombre extraordinario aún en vida.

La brutalidad sin precedentes de la Guerra de los Treinta Años dio lugar a toda suerte de creencias que auguraban un porvenir esperanzador. En 1630, al desembarcar el rey Gustavo II Adolfo de Suecia con su ejército en la isla de Rügen, en el norte de Alemania, algunos iluminados creyeron que al fin hacía acto de presencia el León de Medianoche, el mítico rey del norte del «Apocalipsis de San Juan», llamado a erigirse en defensor de la religión verdadera. La prominencia de los leones en la heráldica sueca reforzaba la analogía: para los más devotos, el rey de la casa de Vasa estaba destinado a convertirse en la espada divina que derrotaría a la Contrarreforma. El propio Gustavo planteó la lucha a su reticente cuñado, el elector de Brandeburgo, en términos divinos: «Esto es una lucha entre Dios y el Diablo. Si Su excelencia está con Dios, debe unirse a mí, si está con el Diablo, debe combatirme. No hay una tercera vía».

La intervención sueca en Alemania estuvo marcada en todo momento por la dualidad: la defensa del protestantismo y de las «libertades alemanas» no encubría por completo el propósito del reino escandinavo de erigirse en la potencia hegemónica del Báltico a expensas de Dinamarca. Asimismo, los «libertadores», que incluían a finlandeses de aspecto fiero –los archivos de Hamburgo mencionan incluso a un contingente de lapones montados en renos– y a mercenarios escoceses de temible reputación, no se comportaron mejor que las tropas del emperador. Sin embargo, las victorias, y en particular la de Breitenfeld (1631), que cambió el rumbo de la guerra, propiciaron la aparición de un verdadero culto a la personalidad del rey. El diplomático inglés sir Thomas Roe incluso se dejó crecer la barba y el bigote como los del Gustavo Adolfo.

Las pretensiones políticas del rey, que proyectó la sustitución del Sacro Imperio Romano por un corpus politicorum bajo tutela sueca, trasladaron los paralelismos del terreno bíblico al de la antigüedad clásica: si primero se lo comparó con figuras del Antiguo Testamento como David, Josué o Judas Macabeo, sus partidarios más lisonjeros lo cotejaban ahora con Alejandro Magno y César Augusto. Un diplomático veneciano señaló que «Gustavus” es el anagrama de «Avgustus».

Ante la oleada de fervor, el Vasa, que había visto la parca de cerca en sus campañas contra Polonia, unos años antes, comenzó a mostrarse taciturno. Poco antes de su muerte en la batalla de Lützen, el 16 de noviembre de 1632, hizo una confesión a su capellán, Johann Fabricius: «Temo que Dios me castigue, dado que el pueblo me exalta tanto que haría de mí un dios». La muerte, sin embargo, no hizo disminuir el aura heroica de Gustavo Adolfo; elevado a la categoría de mártir, su sacrificio figuraría a la cabeza de los motivos de Suecia para demandar concesiones territoriales al Imperio. Los objetos personales del rey se convirtieron en reliquias, igual que su caballo, Streiff, que no sobrevivió a sus heridas y se halla disecado en la Armería Real de Estocolmo, y su corazón, que según la autopsia era el doble de grande de lo común, y que su viuda, María Leonor de Brandeburgo, conservó en una caja de plata.

Para saber más

«LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS. UNA TRAGEDIA EUROPEA (II) 1630-1648»

Peter H. Wilson

Desperta Ferro Ediciones

560 pp.

27,95€

Piratas y otros perturbadores de la paz

Clamaba Eduardo III, rey de Inglaterra, a comienzos de su reinado (1327-1377) contra los corsarios venidos de Fuenterrabía, San Sebastián, Guetaria, Motrico, Lequeitio, Bermeo, Portugalete, Castrourdiales, Laredo, Santander, San Vicente de la Barquera, Avilés, Ribadeo, Vivero, Coruña, Noya, Pontevedra y Bayona del Miño. Navíos que incursionaban y saqueaban el litoral del sur de Inglaterra, ensañándose con la isla de Wight y el principal puerto inglés del Canal, Southampton. Eran las consecuencias de la guerra comercial entre las embarcaciones del Cantábrico castellano y los de la Guyena inglesa. Desde el siglo XIII los buques, sobre todo cántabros, alcanzaban con regularidad en sus singladuras el norte de Europa, son fletes de intercambio de mercaderías: vino de Burdeos, lana merina de Castilla, aceite, hierro, azúcar, arroz, etc. Sus máximos competidores son la ciudad de Bayona y, por extensión, la región de la Guyena y Aquitania, bajo la protección inglesa, comunidades que maniobran para lograr de la Corona privilegios de navegación y comercio en detrimento de sus odiados rivales, lo que irremediablemente conduce al enfrentamiento con los castellanos. De esta forma, dadas las dificultades para acceder a según qué circuitos de intercambio, el corso se convierte en la alternativa más lucrativa.