Papel
De la nitroglicerina al Nobel de la Paz
Hace justo 151 años, Nobel patentó la fórmula de un explosivo que, más allá de facilitar el trabajo de obreros o mineros, se consagró como arma en los grandes conflictos.
Desde 1895 los premios Nobel han reconocido sin descanso lo más granado de la mente humana. Con sus polémicas y sus errores, cómo no. Pero en general, desde la literatura hasta la más oscura de las ciencias han ofrecido a la nómina de nóbeles la figura que «más ha trabajado por la fraternidad entre las naciones, la reducción de los conflictos y la promoción de la paz», tal como rezaba la última voluntad de su mentor, Alfred Nobel.
Es curioso que los orígenes mismos de los premios no tuvieran nada que ver con lo que hoy promueven y, más bien, estén teñidos de una nómina de muertes anónimas que data de tal día como hoy de 1864. Porque ese día el ingeniero sueco educado en la Rusia de los zares que un día quiso ser poeta patentó la nitroglicerina.
Alfred Bernhard Nobel nació en la ciudad de Estocolmo en 1833. Su padre, Immanuel, era un ingeniero e inventor que no encontró acomodo en la Suecia donde vivió. De hecho se arruinó varias veces hasta que encontró trabajo en San Petersburgo, como ingeniero al servicio del Zar. En concreto, atrajo la atención del emperador por su capacidad para fabricar explosivos sumergibles, ideales para las batallas navales.
Alfred, de veleidades artísticas, no encontró apoyo en su familia. Al contario, su padre le obligó a estudiar Química, Ciencias Naturales y Física. De hecho, le mandó a París, donde conoció a Ascanio Sobrero, un químico italiano que en 1847 había inventado la nitroglicerina (un explosivo resultado de la mezcla de glicerina con ácido nítrico y ácido sulfúrico). Alfred trasladó a su padre la noticia del invento y la familia Nobel en pleno se planteó sacarle la rentabilidad que creían que merecía. Querían convertirlo en un explosivo estable de uso comercial, fácil de transportar. El empeño resultó dramático. Investigando con el líquido, el hermano pequeño de Alfred, Emil, y un puñado de empleados de la empresa familiar murieron en una explosión.
Alfred logró más tarde la fórmula para estabilizar el explosivo: mezclarlo con diatomitas, la tierra configurada por miles de algas diatomeas fosilizadas desde hace millones de años. Y es que cuando un alga muere, todo el contenido orgánico se destruye, excepto su esqueleto de sílice, que se deposita en el fondo del agua y con el paso del tiempo forma grandes depósitos de tierras fosilizadas. Un 15 de julio de 1864 Alfred patentó su nuevo explosivo. Primero con intención de revolucionar el mundo de la minería y la construcción. Aunque sin duda su ingenio encontró pronto acomodo en usos mucho menos pacíficos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar