Procesiones

Abrirse al mundo

Abrirse al mundo
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Eso me dijeron unos amigos cuando hablamos sobre dónde marchar durante la Semana Santa. Comenté que yo haría lo de siempre: vivir intensamente todas las procesiones. «Hay que abrirse al mundo», me dijeron. Después de un par de copas lo pensé y me dije a mí mismo que en el fondo llevan razón. Me gasto un dineral desde que me instalo el Viernes de Dolores en la plaza del Duque y me hago varios maratones diarios –por la mañana de iglesia en iglesia y durante la tarde, noche y madrugada veo todas las cofradías, algunas por varios lugares, aunque la recogida nunca antes de las tres de la madrugada–. Como tarde, a las nueve en pie para repetir jornada. Los años empiezan a reclamar bajar esta especie de guerra. Hay que ir pensando en organizarse de otra manera. Hacer compatible unos días intensamente cofrades y otros para el descanso. Los planes que me ofrecían eran atractivos y no requerían largos vuelos, algo que a estas alturas me molesta. El primero se desarrollaba en un magnífico hotel-spa en la localidad portuguesa de Guincho, al lado de Cascais, Estoril y a treinta minutos de Lisboa. El otro era a Tánger para en coche recorrer lugares poco habituales hasta Marrakech. Decidieron el segundo tour y me alegré, ya que en Portugal una iglesia o una celebración religiosa podrían despertar mi adicción a las cofradías. Después de 40 años, no estaría en Sevilla en su mejor semana. Pero estoy aquí, donde tengo que estar, en mi balcón de la plaza del Duque, esperando oír el primer redoble de tambores. Al final pensé: «¿Qué se me ha perdido a mí en Portugal o Marruecos?». Lo mejor en la vida es saber con quién estar y dónde quieres estar y yo en estos días lo sé perfectamente. Para qué torcer la querencia natural. Estoy aquí para suspirar con hondura. Por fin llega esa marea blanca que da paso a la Borriquita, la Estrella volviendo a su arrabal, la Amargura, que se vuelve alegría, ya cansada, ya de recogida, cuando se para a echar un rato con las hijas de su querida Sor Ángela. Estoy aquí para esperar en el museo la salida de mi Virgen de las Aguas y acompañarla hasta dejarla de nuevo en su casa. Buscar el hueco para saborear las hermandades del barrio de mi infancia: Las Penas y la tristeza infinita de la virgen de riguroso luto siguiendo a su hijo el de la Veracruz. Estoy aquí para ver al señor que más veces miro durante el año, el de la Buena Muerte. Él sabe de mi visita diaria antes de comenzar mi trabajo, un regalo del cielo. La Bofetá de regreso por la calle Jesús del Gran Poder. Estoy aquí para disfrutar de los Panaderos con su forma especialísima de llevar su gran paso. Estoy aquí para saber que Dios existe. Sólo con ver al Señor de Pasión por Cuna ya no te quedan dudas. Estoy aquí par vivir la noche más larga, y al tiempo la más corta, que nunca es bastante teniendo al Silencio, el Gran Poder, la Macarena, la trianera Esperanza, el sobrecogimiento del Calvario y el compás del Señor moreno de los Gitanos recorriendo las calles del paraíso, que en eso se convierte Sevilla en su «Madrugá». Estoy aquí para hacerme trianero y ver al Cachorro por el Postigo. Estoy aquí para sobrecogerme con la Soledad, al tiempo que aletea sobre mí la tristeza de que esto se acaba. Estoy aquí para disfrutar del Resucitado y de su madre de la Aurora ya sin lágrimas. Estoy aquí, aquí porque cuando ya no esté tengo la seguridad de que me abrirán una ventana, un balcón allá arriba para seguir estando donde Dios siempre ha querido que esté. Todo esto es lo que voy a vivir con una intensidad única. Pero antes está el momento de romper el cartel de «faltan tantos días para el Domingo de Ramos», abrir el balcón y mirar con una cierta angustia el cielo. Porque por fin ya es Domingo de Ramos.