Lucas Haurie
Callejero para los míos
La visita a pueblos y ciudades le revela al forastero la oportunidad de conocer la historia mediante el callejero, una suerte de mapa afectivo y memorístico de las diferentes comunidades. Topónimos, santorales, episodios históricos, campos semánticos caprichosos y personalidades más o menos olvidadas conforman los nombres de las calles, avenidas y plazas del municipio, un nomenclátor que suele estar vinculado a la idiosincrasia de los lugareños. Tras una somera panorámica, el observador ajeno, el «flaneur», que diría un cursi, suele preguntarse por ciertas denominaciones reiterativas, por ejemplo, cómo es posible la omnipresencia en las distintas vías de las poblaciones de España de José Echegaray, el dramaturgo madrileño que en 1904 se hizo con el Premio Nobel de Literatura pero de quien nadie celebra un pasaje de sus obras o acaso una sola metáfora de sus escritos. Es la historia y sus arbitrariedades. En los últimos años, sin embargo, se aprecia una tendencia en el bautismo del callejero que puede tacharse de dudoso gusto. Es el caso de las agrupaciones municipales que alcanzan los gobiernos para hacer un singular uso de su competencia. En Sevilla, sin ir más lejos, la última moda de unos es renombrar el callejero con capataces de cofradías y la de los otros consiste en rendir tributo a su familia política. Por eso la presidenta de la Junta, Susana Díaz, inauguró esta semana una calle con el nombre de la difunta Carmen Chacón, mientras que, semanas atrás, fue el alcalde sevillano, Juan Espadas, quien anunció una glorieta con el nombre de Alfredo Sánchez Monteseirín, el anterior socialista en plaza. Al margen de los méritos de unos y otros, asombra el poco escrúpulo y la mucha soberbia que supone premiar al propio clan, pero en eso consiste la democracia de partidos.
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