Trasplantes

Código cero

El doctor José Pérez Bernal, director general de Trasplantes del Colegio de Médicos de Sevilla y hermano de los negritos
El doctor José Pérez Bernal, director general de Trasplantes del Colegio de Médicos de Sevilla y hermano de los negritoslarazon

Código cero es el que se asigna a los enfermos que están pendientes de un trasplante que no llega. La zona con código cero de un hospital tiene una muy alta rotación. La muerte «davueltea». Las caras que viste hace una semana probablemente nos las vuelvas a ver. Son vidas que se aferran a la posibilidad de que otra se apague para tener la posibilidad de revivir la suya propia. Código cero supone depender de la paradoja biológica que exige al grano de trigo tener que morir para poder convertirse en fruto. Código cero es una función matemática donde la vida de un enfermo es la variable dependiente de otras dos, la muerte de otro y la generosidad de la familia del fallecido.

Hasta hace unos días yo no conocía qué significaba este código. Me lo enseñó el doctor José Pérez Bernal, director general de Trasplantes del Colegio de Médicos de Sevilla, un profesional riguroso, un gestor eficaz y, sobre todo, una buena persona capaz de manejarse con la tecnología más avanzada y, a la vez, poner al siglo XIV como salvapantallas de su teléfono móvil en forma de la imagen de su Virgen de los Ángeles de la sevillana Hermandad de los Negritos.

Según recuerda, Sevilla era una ciudad reacia a las donaciones seguramente «por falta de información o por supersticiones». Ahora esas cifras han cambiado totalmente y son, dice, «espectaculares». «Es un sueño que haya tantas donaciones», pues si antes había un 60 por ciento que se negaba a donar los órganos de los familiares fallecidos, ahora solo dice que no el 14 por ciento.

Yo tenía esas cifras en la cabeza cuando tuve noticia cercana de esas otras variables que entran en el código cero. El grano que muere para dar fruto y la generosidad de una familia que aún seguía haciendo cuentas con un reloj de arena buscando que en la ampolleta de aquella vida un granito de arena se atravesase y permitiera aferrarse a un hilo de esperanza. Un hilo que cada vez era más fino hasta que de puro fino acabó tronchándose y desarbolando el alma. No me lo tiene que contar nadie. Yo lo vi.

Los donantes no preguntan ni credo ni ideas de los posibles receptores. El suyo o el de sus familias es un acto extremo de amor al prójimo. Así lo pensaba mientras veía junto a mis hijos subir a su paso alzado en una polea al Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de los Estudiantes. Tanto lo es que me preguntaba si la sociedad se ha cuestionado cómo se vería afectada la zona de código cero de los hospitales si borráramos el referente identitario de la caridad o del amor al prójimo. Me lo preguntaba recordando con pena los hechos del pasado Miércoles de Ceniza en la Universidad Pablo de Olavide cuando un grupo de alumnos intentaron, sin éxito, impedir que otros compañeros recibieran la imposición de la ceniza.

Naturalmente que tanto la solidaridad como la caridad pueden aumentar –técnicamente hablando– la probabilidad de supervivencia a los enfermos en código cero, la primera sin incorporar la visión trascendente de la vida y la segunda sí. Por supuesto que es compatible asaltar una ceremonia religiosa y ser donante de órganos. Mi análisis es principalmente estadístico. Una sociedad que conserva el amor al prójimo como un imperativo moral está mayoritariamente orientada a la vida, achica el dolor también en forma de donación de órganos. Una sociedad egoísta, no.

Los pacientes trasplantados creo que también lo ven así mayoritariamente y entre sus acciones de concienciación social está el fundir cada año un cirio con su mensaje en los centenares de candelerías que con cristalina sonería aureolan con su luz las caras de las vírgenes que procesionan.

En lo que yo conocí era una luz sin trampas. En ese lugar el solano desfleca las nieblas rateras o las nubes blancas cuando las hay. Cada uno verá esa luz de forma diferente. Yo la veo en la cara de la Virgen de los Dolores. En un pueblo pequeño que se derrama por sus calles. Con el cielo arriba y la tierra abajo. De amaneceres que no mienten; de saetas negras y de mañana de Viernes Santo. Esa mañana que contiene todas las mañanas del mundo.