Artistas

Dies irae serrano

La Razón
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En otro siglo, que es como decir en otra vida, seguimos a un grupo entonces muy conocido en el circuito underground hasta un pueblo (omitiremos el nombre) de la sierra gaditana, rústico como era la comarca antes de que las autovías vertebrasen la provincia. Para llegar hoy de Jerez a Los Barrios, se corta el Parque de los Alcornocales por la fastuosa A-381, igual que la jaca corta el viento cuando pasa por El Puerto, pero antes de que el queso payoyo se pusiese de moda, aquélla era para los urbanitas «terra incognita». La banda era mitad musical y mitad performer, compuesta por unos provocadores que no se cortaban en saltar al escenario travestidos y con un turulo asomando de cada orificio nasal. Cuando se plantaron luciendo pelucas rubias platino ante el paisanaje aborigen, la plaza se venía literalmente abajo y el público, menos «respetable» que nunca, aullaba y no precisamente de entusiasmo. El solista remedó a una celebridad local, que en aquel tiempo hollaba las cumbres de su talento, con ademanes afeminados. Estalló la furia, un auténtico «dies irae» serrano que tendía peligrosamente al linchamiento hasta que el concejal de juventud agarró el micrófono para arengar ceceante: «Zi zon maricone (larga pausa dramática), po dejahlo». Lo cierto es que la proclama, entre el surrealismo y la homofobia, tuvo la virtud de preservar la integridad física de los artistas, que ganaron su furgoneta a la carrera y volvieron a su ciudad a uña de caballo, dejando al puñado de fans que los habíamos acompañado a merced de la muchedumbre indignada y sin siquiera amagar con cobrar el caché pactado. Los negamos no tres, como Pedro, sino seis docenas de veces a cuanto lugareño nos preguntaba si los conocíamos de algo. «Qué va, hombre. Tómate otra, que te invito». Eran veranos divertidos.