Lucas Haurie
Esperar la caridad
Y no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. Sólo el genio de Quevedo ha sido capaz de expresar con una quincena de palabras la desazón que siente el español ante los escombros a los que reduce el país de forma periódica la furia destructiva de los propios españoles. La prolífica prosa de los noventayochistas nos regaló, para decir lo mismo o poco más, largas digresiones a partir del «me duele España» exclamado por Unamuno. Los remordimientos brumosos del noctívago tras haber dormido poco y mal trasportan a un estado de lúcido pesimismo, valga la redundancia, antesala a menudo de la melancolía. Las legendarias resacas de Bukowski dan fe de ello, pero no tanto como la visita a un supermercado cualquiera en la Andalucía del 40% de paro. Abastecidos los estantes como en las naciones prósperas, la clase media depauperada arrastra su expresión de derrota en busca de las mercancías más baratas mientras que los mendigos de la puerta ya no son menesterosos rumanos ni lumpen berebere ofreciéndose a acarrear paquetes a cambio de una propina, sino ciudadanos que anteayer tenían dos coches y cinco líneas de móvil en casa salidos a la caza del céntimo sobrante como el hombre prehistórico abatía al bisonte para alimentar a la prole. No hemos terminado de caer, pese al patético voluntarismo que desprende el discurso de una clase dirigente ignorante de la dimensión del drama. Faltan cinco minutos para que hasta los más bravos enarbolen la bandera blanca. Asumamos nuestro estatus de nación postrada e imploremos la caridad exterior.
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