Hungría
Hungría abandonada
Las vicisitudes de este azaroso 2018 han frustrado un viaje programado a la bella Budapest, esa perla del Danubio en la que el agua posee un protagonismo rayano con el mito, pese a su tozuda condición de interior. No huelen los húngaros el mar porque les sobra con su gran río y con el lago Balatón, fuentes de las que manan sus inagotables canteras en natación, waterpolo y piragüismo. La memoria lleva a esos trayectos en trenes destartalados durante el inmediato post-comunismo, hasta la balnearia Veszpren y esa incipiente burguesía que despuntaba en sus playas lacustres, o hacia la remota Szeged, donde los campesinos locales se confundían con los desheredados de la guerra de los Balcanes, mareas de refugiados que huían de la Vojvodina. Era aquélla una Hungría orgullosa de su carácter indomable, desde los caudillos magiares que se opusieron a las legiones romanas hasta Imre Nagy y su sacrificio los bajos tanques soviéticos; radicalmente europea a través de la prosa exquisita de Sándor Márai o de los desgarradores relatos de Imre Kertész, el superviviente de Auschwitz que ganó el Nobel. El esplendor de la civilización occidental, valga el pleonasmo, no se entiende sin los húngaros, a los que sus vecinos tratan (tratamos) hoy como apestados debido a la mala prensa de Viktor Orban, que no es un fascista peligroso sino un gobernante rotundo que sólo pide cierto orden en los flujos migratorios, igual que nuestra Susana Díaz o que el desbordado Gobierno de Melilla. La cuestión es si queremos (y, sobre todo, si nos conviene) mirar hacia otro lado dejando al país a merced de la barbarie, como ya ocurrió en 1939 y 1956, o si esta vez los consideramos merecedores de nuestra solidaridad.
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