Lucas Haurie
Muerte por calor
En Villanueva del Arzobispo (Jaén), se han medido esta semana temperaturas de 51 grados, los suficientes como para freír un huevo sobre la calzada apenas humedecida por un par de escupitajos. No haría muchos menos en la carretera que une Pruna con Morón de la Frontera, ese infierno interior de la sierra sur sevillana, donde un peón caminero falleció el jueves por la tarde mientras asfaltaba la vía. La Organización Mundial de la Salud prohíbe taxativamente el trabajo al aire libre cuando se alcanza la cincuentena de grados, proscripción que los muy píos jeques saudíes sortean con un truco ruin: según relato de un becario que mandó la CEA a Riad hace algunos veranos, allí los termómetros permanecen misteriosamente colgados del 49 durante semanas, mientras la mano de obra casi esclava filipina o bengalí revienta al sol con horarios de galeote. En el vecino emirato de Dubái, las paradas de autobús están climatizadas y desde ellas se contempla cómo quedan diezmadas, a medida que trascurren las horas, las cuadrillas de albañiles indonesios. El calor mata de idéntico modo que el frío, aunque nuestras autoridades educativas consideren un lujo asiático instalar aire acondicionado en las aulas. Pero, ¿acaso no hay calefacción en todos los colegios de Burgos? La visita, en estos días de canícula, a cualquier dependencia de la Junta es garantía de contraer una pulmonía, incluido el despacho de ese delegado en Huelva que pretendía que los críos extrajesen un aprendizaje ecologista de su sometimiento forzoso al rigor de las temperaturas extremas. ¿En qué se parecen los sátrapas del Golfo aquel a los golfos a secas de acá? Pues eso.
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