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Persistentes preconcepciones económicas

La Razón
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Hace pocas fechas tres profesoras de la Universidad Autónoma de Barcelona –una de las mejor reputadas de España– publicaban un interesantísimo artículo en una revista científica que, por su interés, merece un esfuerzo de divulgación en los medios de comunicación de masas.

Las profesoras Isabel Busom, Cristina López-Mayán y Judith Panadés analizaron si las ideas previas o preconcepciones con las que los estudiantes de Economía de primer curso entraban en el mundo universitario, se mantenían inamovibles después de finalizar el periodo de enseñanza incluso en los casos en los que habían superado la asignatura.

No es llamativo que una parte significativa de los futuros profesionales inicien sus estudios con ideas que la ciencia en la que se estrenan ha refutado con suficiente robustez. Lo preocupante es que persistan en sus preconcepciones cuando han tenido la oportunidad (y la necesidad) de conocer las evidencias en sentido contrario. Un pequeño matiz debe ser hecho y es que la mayoría de los estudiantes que cursan estudios en Economía en España ya pudieron estudiar una asignatura introductoria de Economía en cuarto curso de la ESO. Aunque en ese curso se trata de una asignatura optativa, en cambio es obligatoria en primer y segundo curso del Bachillerato de ciencias sociales. Así pues, los alumnos recién llegados a la Universidad deberían conocer los principios elementales de la Ciencia Económica.

Aun así, al inicio del curso cuando fueron encuestados para el experimento al que me refiero mostraron unas preconcepciones no muy diferentes de las que ya se conocían para países como Estados Unidos. En definitiva las opiniones promedio de los ciudadanos sobre cuestiones económicas son en general bastante diferentes de las de los economistas del mundo académico. Esto puede explicarse porque la investigación que puso de manifiesto esa discrepancia en EE UU entre los ciudadanos y los economistas académicos se realizó entre diciembre de 2011 y diciembre de 2012, en plena crisis económica, lo que podía manifestar que los ciudadanos no confiaban en los expertos económicos.

La cuestión a la que daban respuesta las profesoras Isabel Busom, Cristina López-Mayán y Judith Panadés en la prestigiosa revista The Journal of Economic Education era hasta qué punto las ideas económicas preconcebidas cambiarían tras cursar los estudiantes la enseñanza universitaria; una cuestión verdaderamente novedosa que la revista reconoció como tal.

Con las opciones de a) estoy de acuerdo, b) en desacuerdo o c) no lo sé, algunas de las preguntas que se hicieron a los flamantes universitarios antes de comenzar las lecciones y después de ellas se adaptaron de un estudio anterior conducido en EE UU pero adaptado al marco español y fueron –no exhaustivamente– las siguientes: «El típico director ejecutivo de una empresa en España cobra más que el valor que genera», «En promedio, los ciudadanos españoles están mejor tras la incorporación a la Unión Europea», «Las deducciones fiscales a las hipotecas han contribuido a la burbuja inmobiliaria» y «Si el gasto público se realiza en bienes producidos en el interior del país, el empleo aumenta».

A estas preguntas se añadieron otras nuevas. La primera preguntaba si el aumento del gasto social reduce la desigualdad de manera más efectiva que el aumento de los impuestos sobre los ricos. La segunda si imponer precios máximos a las viviendas facilitaba el acceso a las mismas por la ciudadanía; algo que la evidencia refutó desde hace tiempo y de lo que España tomó buena nota con el famoso Decreto Boyer de 1985. La tercera cuestión preguntaba si una subida del salario mínimo mejoraba las oportunidades de empleo; lo que también se cuestiona por los estudios empíricos disponibles.

El estudio se realizó sobre una muestra suficientemente amplia que incluía a 596 estudiantes universitarios de primer año que se matricularon en 2015 lo que suponía un 92,4 por ciento de la inscripción total. Los principales resultados mostraron que para las preguntas en las que los estudiantes mostraron un alto grado de consenso (el 60 por ciento o más respondieron «de acuerdo» o «en desacuerdo» al principio del semestre), la mayoría sostuvo la misma opinión al fin. Es decir, probaron una fuerte persistencia de sus puntos de vista. Particularmente, el 80 por ciento de los estudiantes que al llegar a la Universidad afirmaban que establecer un techo de precio haría que la vivienda sea más accesible, lo afirmaban también la última semana del semestre cuando ya se le había explicado que no era así incluso en los casos en los que el alumno había aprobado la asignatura.

Para poner las cosas en su sitio, y como es habitual en las investigaciones empíricas en materia económica, no todos los resultados de este estudio son tan elocuentes. En algunos casos se encontraron resultados contradictorios. Es parte fundamental de la investigación científica seguir arrojando luz sobre tantos y tantos ámbitos del conocimiento en los que siguen habiendo sombras.

Dos últimos comentarios voy a añadir sobre lo anterior. El primero es que debemos tener cuidado con las interpretaciones de los resultados que arrojan las investigaciones. Aunque no es este el caso, no es infrecuente encontrarse con interpretaciones torcidas de los mismos que responden más a la poca honestidad del analista que a la robustez de los resultados. Es muy útil precaverse contra este tipo de prácticas y el profesor Juan Torres tiene un libro muy útil con el explícito título de «Economía para no dejarse engañar por los economistas» (Editorial Deusto).

El segundo comentario es sobre la propia Universidad Autónoma de Barcelona cuya contribución a la ciencia y a la formación de muy buenos profesionales debería ocupar en los medios un protagonismo que hoy, lamentablemente, le roban los gravísimos atentados contra la libertad de los estudiantes y profesores no independentistas que se perpetran en el Campus de Bellaterra.