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«Todos los hombres somos raros porque morimos siempre solos»

Manuel Moya, ayer en Sevilla, ante un ejemplar de «Apuntes del natural», editado por la Fundación José Manuel Lara
Manuel Moya, ayer en Sevilla, ante un ejemplar de «Apuntes del natural», editado por la Fundación José Manuel Laralarazon

Buscando la casa donde nació Bécquer, Manuel Moya reflexiona sobre la poesía, el sentido de la vida, el valor de la sensibilidad, las fronteras de la estética y el oficio de poeta con el III Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado, que entregan el Ayuntamiento de Sevilla y la Fundación José Manuel Lara, bajo el brazo. Su libro «Apuntes del natural» recoge los poemas que ha dedicado a aquellas personalidades del mundo de la cultura que más le han aportado en su construcción como ser humano.

Este poeta de Fuenteheridos (Huelva) habla pausado, destilando las palabras mientras emite conclusiones sobre su poética y el galardón, que lleva el apellido de un autor (Antonio) al que acude cuando tiene «cualquier problema». Con esta actitud se puso a «realizar una galería de retratos de unos compañeros de viaje», que tienen nombre propio: Pessoa, Cervantes, Pavese o Chirico. Variedad y mirada caleidoscópica. Una coctelera de quienes «viven en mí de alguna manera, de los que han crecido conmigo y forman parte del nomenclátor de mis calles interiores. Se trata de personajes que han ido haciendo algo de mí. La lectura de sus obras ha hecho que yo sea como soy y el contacto con ellos creo que me ha llevado hasta la plaza de San Lorenzo». Un poeta entre poetas buscando a un poeta en plena primavera sevillana. Calor y gritos de cotorras que han sustituido a los gorriones de Bécquer. La lógica del paso del tiempo manda. «Puede ser así, como una visión de los jerseys que nos hacía las abuelas con lanas de distintos orígenes, unas más viejas que otras, de distintas procedencias y orígenes. Puede ser un jersey o un libro de poemas, que es lo que ha aparecido aquí. Personajes variopintos, distintos unos de otros, por eso son como son, pero tocados por el mismo pincel y pintados por la misma acuarela».

En la sierra, las cosas, en teoría, se deben de ver desde un prisma distinto al de la vorágine urbana. No piensa lo mismo Moya, que entiende que los tiempos del poeta en la torre de marfil tocando el arpa ya han terminado. Por eso, a la hora de afrontar estos trazos, los ha realizado desde la «naturalidad, no han sido forzados, porque son pequeños fantasmas que vienen de vez en cuando a visitarme. Ninguno de ellos me ha producido ningún problema ni ha habido estreñimiento». Diálogos, pequeñas biografías de unos versos o renglones en los que cuenta y les pregunta constantemente. «He hablado con mucha libertad con ellos y sin apriorismos. No me he puesto a pensar hoy hablo de Cortázar o de Pessoa. El título es un poco eso, esa naturalidad con la que han llegado todos».

En el siglo XXI, hay cautelas para un oficio, el de poeta, que se mueve entre la indiferencia general y el apasionamiento de unos pocos, siempre en riesgo y cercano a la ruina. «Ciertamente es una profesión ruinosa, pero con este castigo que padecemos, la poesía es uno de los pocos cables de salvación que tenemos, intentar buscar medios y elementos que no sean solamente los asideros económicos o de mercado. La literatura nos provee de elementos para vivir de otra manera, disfrutar de la vida y de las cosas más importantes, que casi en un 97% son gratuitas. Todo eso tiene mucho que ver con la poesía, que trata de valorarlas». De nuevo el poeta, que busca los versos, «que siempre ha sido un raro porque sí. Homero ya era un raro en su momento, igual que Garcilaso y Bécquer, como yo lo soy ahora. Al fin y al cabo, todos los hombres somos raros, porque morimos solos».