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¿Cuándo estoy?
James Gleick reflexiona sobre el impacto en la ciencia y la cultura de los viajes temporales, mientas Simon Gaqrfield estudia por qué estamos tan obsesionados con el tiempo y desde cuándo.
James Gleick reflexiona sobre el impacto en la ciencia y la cultura de los viajes temporales, mientas Simon Gaqrfield estudia por qué estamos tan obsesionados con el tiempo y desde cuándo.
Quien tenga niños pequeños sabrá perfectamente lo difícil que es hacerles comprender qué significa «mañana», «ayer», o «la semana que viene». No lo saben porque en realidad no viven «en el tiempo», no todavía, no en esa dirección causal de la que hemos creído siempre que es imposible escapar y nos domina, sino que todavía son como un choque de energía que se expande, una fuerza que crea su propio porvenir. Por eso los educamos, para capturarlos en el tiempo, para que no contradigan nuestra concepción del mundo. Y los educamos bien, pronto sabrán tan bien lo que es «ayer» y «mañana» que sólo querrán vivir allí, el presente será el horror.
San Agustín, en el siglo IV, se preguntaba : «¿qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Lo que quizá quiera decir que San Agustín es el padre de todos los niños de menos de cuatro años del mundo que no saben lo que es «mañana», el amante supremo. ¿Imposible? Y si San Agustín en realidad fuese un hombre del siglo XXX que hubiese fecundado a todas las mujeres en infinitos viajes en el tiempo y hubiesen heredado su incredulidad temporal. ¿No? Dicen que los niños superdotados son conscientes del tiempo antes, lo que refuerza la idea de esta hipótesis. Los niños superdotados serían de inteligencia normal, lo que ocurre es que el resto serían idiotas por culpa de la relación directo de San Agustín fecundando a uno de sus millones de hijos.
Bueno, es verdad, esta hipótesis es muy poco probable y extrema. Debe ser que, simplemente, el tiempo es un concepto complejo. No es extraño que se haya convertido en una de las grandes obsesiones científicas y culturales de los últimos 150 años. ¿Existe alguien que si se comercializasen los viajes en el tiempo no iría antes a la Antigua Roma que a la Roma contemporánea? ¡No! Supongo que los hijos de San Agustín son así.
La editorial Crítica acaba de publicar el ensayo «Viajar en el tiempo», de James Gleick, una genial excursión por el delirio que la idea de los viajes en el tiempo ha causado desde que H. G. Wells publicase «La máquina del tiempo». Entonces, la idea de una cuarta dimensión, una dirección que sostuviese a la tradicional geometría euclidiana, que poco a poco pasaría a llamarse tiempo, no era muy popular... pero vaya si lo sería. Con la revolución de Einstein y su teoría de la relatividad, así como la popularización del concepto espacio/tiempo, la idea de viajes en el tiempo ya pasó a ser algo más que un cuento de hadas y allí la gente ya se volvió loca. Ahora, de cada diez obras de ficción, una tiene un desgarro al tradicional eje unidireccional del tiempo y las máquinas del tiempo se han multiplicado por mil.
Pero no queramos ir demasiado rápido, qué ganas de viajar al futuro. Empecemos por esa primera máquina del tiempo, que Wells, Bertie para sus amigos, convirtió en un extraña bicicleta. Al escritor le encantaban las bicicletas, era su forma de transporte favorita, así que si tenía que viajar al futuro, que mejor forma que ir «para llá» que en bici. Este mismo concepto lo utilizó «Regreso al futuro», la gran joya de la corona de los viajes en el tiempo. «Si vas a construir una máquina del tiempo, porqué no hacerlo con clase», decía Doc Brown a un consternado Marty McFly ante la visión de un Delorean como máquina del tiempo. En los años 60, cuando adaptaron por primera vez «La máquina del tiempo» al cine, obviaron por completo a Wells y su bicicleta y la convirtieron, como escribe Gleick, «en un trineo rococó con una lujosa silla de felpa roja». Por culpa de esta película existe algo tan hortera como el «steampunk».
Aunque lo más interesante de los viajes en el tiempo es cuando no hay puertas, ni máquinas ni ningún aparejo o herramienta externa que haga el esfuerzo del impulso en el devenir. En «Matadero cinco», de Kurt Vonnegut, el protagonista vivía una vida no sucesiva, es decir, durante un momento estaba en Dresde, pocas horas después del bombardeo más terrible de la Segunda Guerra Mundial, y al segundo era un anciano en cama y al otro estaba en otro planeta hablando de tú a tú con unos aliens.
Cuando el viaje es interior, cuando el poder no es ajeno sino propio, entonces se reconoce el tiempo no como dirección de una cuarta dimensión, sino como deseo de conquista y expansión y es entonces cuando surge el viaje en el tiempo como historia romántica. ¿Por qué una novela como «The time traveler’s wife» se convirtió en un éxito sin precedentes? Porque nos presentaba a un hombre que no vivía una vida sucesiva, sino que iba y venía del presente al pasado desapareciendo y volviendo a aparecer. Porque, claro, ¿en qué vida temporal está encerrado? Pues en el de su mujer, que no puede viajar en el tiempo, y que se pasa años sin verle, mientras él siempre la ve. El tiempo y el amor están más unidos de lo que parece.
El libro de Gleick une todos los puntos para intentar responder a todas las paradojas que los viajes temporales abren. ¿Qué pasa si matas a tu abuelo? Esas preguntas. Dan muchos dolores de cabeza, la verdad, pero también abren la posibilidad de abrir cuestiones filosóficas muy interesantes, como la de reabrir la significación de la lógica causa/efecto. ¿Qué pasaría? Puede que no pasase nada, porque de la misma manera que se abre el tiempo para viajar en él, la sucesión se rompe o, dicho de otra forma, no es más importante la causa que el efecto. La pregunta ¿qué fue primero, el huevo a la gallina? sólo quiere decir que los viajes en el tiempo no son posibles, sino que las gallinas llevan milenios haciéndolos. Edgar Allan Poe aseguraba que «Así como ningún pensamiento puede perecer, ningún acto carece de un resultado infinito». Lo más probable, sin embargo, es que «todo pensamiento perece y ningún acto tiene un resultado infinito».
Por supuesto, Gleick estudia todos los aspectos de los viajes en el tiempo y lo hace desde todas sus perspectivas, de la filosófica, a la física, la literatura, el cine, los cómics, las series de televisión, las canciones pop. Es muy interesante cómo Borges se enfrenta a los postulados de la nueva física y la unión del espacio y el tiempo o como Hermann Minkowski inicia toda la charlatanería de la cuarta dimensión. Entre medio, nombres como Woody Allen, que aseguró que «el tiempo es la manera que tiene la naturaleza de evitar que todo ocurra a la vez» o de Edwin Abbott Abbott que en «Planilandia» describía un mundo con sólo dos dimensiones.
Una obsesión sin fin
Paralelamente al libro de Gleick, la editorial Taurus acaba de publicar «Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo», de Simon Garfield. El ensayo, de forma amena, nos descubre cómo hemos convertido al tiempo en el eje de nuestras vidas en los últimos 250 años y lo que hemos llegado a hacer e inventar para medirlo, controlarlo, comprarlo, representarlo, inmortalizarlo, reinvertarlo y darle sentido. Sí, darle sentido, porque qué es el tiempo, el desplazamiento entre ser y saber que somos, o lo que es lo mismo, no importa ser, sino saber que somos. ¡Viva el tiempo, viajemos! Si son ustedes del futuro y tienen prohibido decirlo porque el presente no puede saber nunca que los viajes en el tiempo existen o el mundo podría explotar, por favor, lean estos libros. ¡No será por tiempo!
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