Escritores

Escritores y sus pesadillas con niños monstruos

Richard Ford aconsejaba no tener hijos si se quería escribir, pero hasta qué punto temen los autores a los niños

Ernest Hemingway con su primer y normal hijo, aunque llegó a traumatizar a otro al considerarlo poco hombre
Ernest Hemingway con su primer y normal hijo, aunque llegó a traumatizar a otro al considerarlo poco hombrelarazon

Richard Ford aconsejaba no tener hijos si se quería escribir, pero hasta qué punto temen los autores a los niños.

Londres, oh, Londres, qué maravilla, qué inspiración, qué fascinante motor de ideas para un joven escritor, hasta que el llanto de un niño roba toda su atención y, no, no se calla, así que o hace algo de inmediato o adiós inspiración. En 1968 Mario Vargas Llosa escribía en su piso de la capital inglesa la novela «Conversación en la catedral». Su mujer estaba en clase de inglés y le había dejado con su hijo, un mocetón de apenas un año de nombre Álvaro. Álvaro, cuando llora, no es AAAAAlvaro, es ¡caaalllate baaarbaro!, pero no se calla. Así que Vargas Llosa deja su máquina de escribir y corre a por los productos Herbal o Hierbal, no se acuerda, porque eso parece aliviarle, pero nada más darle su primera cucharada, el niño lo vomita directo a la pared. «Entonces lo metía en el cuarto del fondo, cerraba esa puerta y me ponía a trabajar. Los chillidos de la criatura atravesaban las tres puertas y llegaban a mi máquina de escribir. Seguramente son los momentos más escabrosos de “Conversación en La Catedral”», reconocía Vargas Llosa, que a partir de entonces prohibió a sus hijos entrar en su cuarto. ¿Sería mejor aquella novela sin el niño, o tal vez peor? Lo que está claro es que para Álvaro su padre sólo era un fantasma durante las horas y horas que el escritor se encerraba en ese cuarto. ¿Sería Álvaro mejor o peor si su padre hubiese sido una avestruz?

La pregunta es legítima, porque las historias truculentas sobre grandes escritores, terribles padres, son muchas, de Ernest Hemingway a William Faulkner, Thomas Mann, William Styron, Bernard Malamud o James Joyce, quien un día le enviaron a comprar comida para sus hijos y volvió con una bufanda para su mujer. ¿Los escritores deberían hacer como los castrati, castrarse para no tener hijos y así mantener pura su propia voz? John Banville lo tiene claro, sabe que ha sido un padre terrible y asegura que: «somos caníbales y venderíamos a nuestros hijos por una buena frase». Por eso concluye que ningún escritor puede ser un buen padre. Esto enfureció a muchos escritores, como David Simon, que lo llamó directamente “gili....”. No es extraño, Simon se considera un buen padre, y por la lógica de Banville, entonces no puede ser escritor.

El ejemplo más claro de que el postulado de Banville, por genérico, es falso lo tenemos en J. D. Banville. Este autético icono de la nueva ciencia ficción enviudó joven y quedó a cargo de sus tres niños. «Yo quería profundamente a mis hijos, como bien sabían ellos, y teníamos la suerte de que mi trabajo de escritor me permitía estar con ellos todo el tiempo. Les preparaba el desayuno y los llevaba al colegio, y luego escribía hasta que llegaba la hora de recogerlos. En 1965 hicimos un viaje en coche a Grecia. Recuerdo que estábamos en un atasco en una carretera y una mujer estadounidense miró hacia nuestro coche y dijo “¿De veras está solo con estos tres?” A lo que yo contesté: “con estos tres nunca se está solo”», comentaba en sus memorias. Su hija aseguraría después que su padre había visto tanta miseria de niño en campos de concentración que se esforzó para que la infancia de sus hijos fuera mágica, y aún tuvo tiempo de escribir novelas fascinantes.

Con muchos hijos

Escritores con muchos hijos también los ha habido. Tolstoi tenía trece, uno para cada mes del año y dos para febrero,cuando bebía. Tolkien tuvo cuatro, y para ellos escribió «El Hobbit», quizá para que se durmieran de una vez y pudiese empezar a escribir de verdad. Arthur Conan Doyle tuvo cinco hijos y todos se disfrazaron al menos una vez de Sherlock Holmes. Charles Dickens tuvo diez y todos se sintieron identificados con Oliver Twist, aunque quizá esto sea malo. Thomas Mann tuvo seis, uno de ellos el también escritor Klaus Mann, que si no odiaba a su padre, pues casi. En España, Miguel Delibes tuvo siete y Lorenzo Silva tiene cuatro. Como decía Mario Puzo: «Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un autético hombre». Has oído, Banville, el problema es que no eres un auténtico hombre, lo mismo que les decían a los castrati en el siglo XVII. ¡¡¡Intolerantes!!!