Comunitat Valenciana
Música y gastronomía, recóndita armonía
Hay cuestiones secundarias que pueden hacer variar la percepción final de una sobremesa. No hay que relativizar el poder escénico de la ambientación musical en un restaurante
Hay cuestiones secundarias que pueden hacer variar la percepción final de una sobremesa. No hay que relativizar el poder escénico de la ambientación musical en un restaurante
El pasado domingo, en plena resaca del Festival de Eurovisión, nos proponen echar la vista atrás en busca de los momentos del certamen que han quedado grabados en la memoria colectiva. Esta situación resulta la coartada perfecta que nos catapulta para hablar de la relación entre la gastronomía y la música ambiente en determinados restaurantes.
La gastronomía es el principio y el fin del mundo hostelero. Pero hay cuestiones secundarias que pueden hacer variar la percepción final de una sobremesa. No hay que relativizar el poder escénico de la ambientación musical de un restaurante. El homologado acceso a la música clásica como fondo musical, incluso el oportunismo jazzístico confirma su protagonismo en la gran minoría de locales visitados.
La música se convierte en el maridaje perfecto de la hostelería. El sonido como sedante gustativo que estimula el flujo de adrenalina, sin entorpecer la recepción de sabores es ideal. Incluso tiene efectos paliativos, tras la visita a un restaurante portugués donde una fantástica selección de fados, con la voz inconmensurable de Dulce Pontes, mitiga el fracaso culinario.
Conviene explorar los límites del ambiente musical para desalojar cualquier duda. Algunos hosteleros incurren en inocentes atrocidades al incorporar la radio fórmula como banda sonora cotidiana. No escarmentamos, en beneficio del culto al bocadillo de autor, somos capaces de soportar treinta minutos al «dj» saltando entre plato y plato. El almuerzo describe la transversalidad musical de los camareros que tiran más de dial que del tirador.
Ya se sabe que en todo viaje siempre ocurren cosas. La pugna sonora que emiten los viejos altavoces de la venta de carretera que nos acoge, en pleno altiplano manchego, adultera la pureza del ambiente. El volumen asfixia el presente culinario y la indescriptible desolación musical amenaza la idiosincrasia del conocido restaurante.
No queremos minusvalorar el marketing sensorial, pero afortunadamente el peso creciente de la música solo se descubre en algunos restaurantes franquiciados donde el «audio branding» hace de la suyas armonizando el ambiente del local con un hilo musical en consonancia con la imagen de marca.
En la búsqueda desesperada por la singularidad nos invitan a cenar en un restaurante donde los empleados son cantantes de ópera. Los camareros forman con tres voces distintas un solo don verdadero y lo revelan a su manera. Las sobremesas dotadas de una música perpetua nunca se agotan.
Del hilo musical de algunos restaurantes salen himnos y joyas musicales. La nómina de cantantes que nos acompañan es extraordinaria. Baladas enfáticas e interpretaciones instrumentales se coronan entre los gustos de los comensales. Un eslalon musical se precipita ante nosotros mientras los contrabajos gustativos percuten en la sincronía que refleja la personalidad del restaurador.
En ocasiones la música tiene un efecto amnésico que resplandece y aflora por la gramola de nuestro paladar. Sobremesas con voz propia donde los comensales se convierten en adoradores y fans a ambos lado de la mesa. En ciertos restaurantes, las pulsiones jazzísticas de los cocineros son abordadas con una maestría lúcida. El ritmo ayuda a deleitarse todavía más con las propuestas que nos ofrecen. Lo que el jazz ha unido que no lo separe...
Anclados en innecesarias servidumbres sufrimos una última cena desvirtuada, desde el inicio, por la sintonía ambiental que nos acompaña. Resulta difícil sustraerse a las tropelías sonoras que reinan en la sala. Entendemos a quienes han hallado una mina en la denuncia y el lamento sobre la banda sonora que arruina las veladas gastronómicas, pero suspiramos aliviados al comprobar que no en todas partes se ningunea a la música ni a los comensales. Les concederemos el beneficio de la duda, los hosteleros tienen la última palabra en ese finísimo filo que separa el exceso y lo justo del sonido ambiente.
Los minutos de silencio no están permitidos a pesar de las punzadas gustativas. Incluso hasta sufrimos la música ambiental alta y su inseparable volumen como armas de destrucción masiva de felices sobremesas. Donde el acontecimiento inaplazable dictado por el mal gusto de ciertos hosteleros finiquita la jornada.
Un consejo la ambientación musical está viva no se obsesionan en reanimarla. Ya se sabe que contrariar los ardores musicales más exaltados no es conveniente para los paladares. Es una buena ocasión para evitar despacharnos con un postre final sin fórmulas acartonadas. Dejen volar el hilo musical de la cometa hostelera sin perderla de vista, pero permanezcan atentos al volumen. Música y gastronomía, recóndita armonía.
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