Gastronomía
Viacrucis goloso
A los dulces en Semana Santa y Pascua no se le pueden poner fronteras para su consumo. Su conexión es constante mientras se proclaman como «delicatessen» universales con diferente currículum estacional
A los dulces en Semana Santa y Pascua no se le pueden poner fronteras para su consumo. Su conexión es constante mientras se proclaman como «delicatessen» universales con diferente currículum estacional
En plena operación salida viajamos en busca del dulce deseado que deja huella en nuestros paladares de manera vitalicia. La convalecencia sin repostería, provocada por la azucarada prescripción médica, queda aparcada por unos días. En el vestíbulo de la estación Valencia Joaquín Sorolla observamos los rostros de miles de viajeros, con orígenes bien diferentes, ambientes gustativos dispares, concepciones golosas antagónicas y gustos reposteros desiguales, que se unen cuando la pasión golosa se acelera a gran velocidad.
A los dulces en Semana Santa no se le pueden poner fronteras para su consumo. Su conexión es constante. Las rosquillas caseras que nos ofrece una viajera alcanzan una imprevista cota de popularidad. Aunque cuesta lanzarse, su sabor y aroma captan la curiosidad gustativa del resto de los viajeros del Alvia, con destino final en Gijón. Nuestro vecino de asiento abandona su discreción a la hora de valorar el dulce detalle. Mientras no oculta su nueva militancia. «Están fantásticas». Las rosquillas son devoradas por una orquesta de golosos bien acompasada. Los pequeños roscos enmudecen los paladares como si estuviéramos en el coche del silencio.
El avituallamiento puntual, tras salir de la terminal valenciana, con la complicidad del desayuno, pasa a ser un dopaje recurrente después de la parada en la estación Cuenca Fernando Zobel. La continuidad viene respaldada por el rostro emergente de una imponente caja de «pestiños» que viaja con suma facilidad, a lo largo del pasillo, gracias a la movilidad generosa, de una pareja de viajeros. «¡Venga, anímense!».
El derroche goloso continúa al dejar atrás la estación de Madrid Puerta de Atocha. Un grupo de viajeros se redime al probar unas torrijas de confitería que comparten cartelera con otros secundarios de lujo como los rollos fritos.
La peregrinación dulce se intensifica hacia el vagón cafetería. La posterior tertulia se convierte en un despliegue de liberación golosa y mutua satisfacción. La degustación encumbra a unos espontáneos «huesos de santo» que nos ofrecen.
Al parar en Segovia, el paladar recuerda a «yemas, amarguillos y perronillas». Las «orejulas» se hacen eco al pasar por Valladolid seguidas, a escasa distancia, por la leche frita palentina. Desde el asiento, al incorporarnos, nuestra mirada descubre una discreta bolsa de color negro, donde se lee una leyenda dorada de un conocido horno valenciano. Este casual encuentro visual delata la presencia de la clásica «mona de pascua» y el irresistible «panquemao».
El festival de texturas y sabores aún no ha terminado. El capítulo final está protagonizado por unos florones castellanos que nadie sabe de dónde han salido y que ponen punto final al hermanamiento goloso.
En cuanto abandonamos el edulcorado trayecto, al pisar el andén de la estación de León, regresamos a la realidad. Mientras se apagan los dulces resplandores, en el interior del taxi camino del hotel, escuchamos una voz en nuestro interior que dice. «Próxima estación, dulce destino».
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