Atlético de Madrid
Calderón: El Manzanares se queda huérfano
Vecinos, bares y tenderos de Arganzuela y Carabanchel vivieron ayer la cara más amarga de la despedida del estadio.
Vecinos, bares y tenderos de Arganzuela y Carabanchel vivieron ayer la cara más amarga de la despedida del estadio.
Fue en el centenario del club rojiblanco cuando Joaquín Sabina cantó a «un sentimiento que no se puede explicar». Un sentimiento que, según el cantante, sólo lo entienden los que «han llorado dentro del Calderón», y que es el que ayer hizo que la fiesta de la victoria del Atlético de Madrid sobre el Athletic de Bilbao tuviera un ligero sabor agridulce en todo el Manzanares. La «otra» cara de la celebración por el triunfo rojiblanco, la que lamenta el final de una época, se vivió sobre todo fuera del estadio. Dentro del Calderón un tifo de la afición recordaba la estrofa «Paseo de los Melancólicos, Manzanares, cuánto te quiero» del himno; fuera, los cánticos recordaban al club que el traslado no les va a separar, a pesar de la pena con la que se vivió ayer el último aperitivo o comida previa a un partido en el Calderón.
Juan Wes, «atlético desde que nació», paseaba sonriente hacia el estadio de la mano de su hijo de tan solo tres años . Con la mirada puesta en el futuro y luciendo orgulloso la camiseta de su equipo, reconoció que siempre que uno se muda hay «cierto miedo, pero una vez que estás en tu nueva casa ya está todo hecho». Esta devoción hacia el Atlético le viene desde bien pequeño, de hecho recuerda con gran emoción el primer partido que vio en el Calderón al que su padre le llevó cuando «sólo era un enano». Ahora, es él el que le contagia la ilusión a su hijo Juan, que crecerá animando a su equipo ya en La Peineta.
Algo disgustados por su traslado se encontraban los jóvenes atléticos Natalia, Kevin y Mario. No entienden por qué «van a trasladar nuestro estadio después de tanto tiempo, es como nuestra casa», recalcó uno de ellos. Sin embargo, como defendían en el restaurante El Parador: «Los atléticos no somos de llorar somos más de cantar». Durante 51 años, el campo ha acogido a cientos de «sufridores». Un apodo que muchos llevan con orgullo, como es el caso de Jaime Rojo, abonado desde el año 2000 cuando el equipo bajó a segunda. Este joven de 24 años contó a este periódico lo emocionante que fue vivir la jornada de ayer desde el mismo estadio desde el que se bajó a segunda y se subió a primera. Además, entre risas, recordó aquellas palabras que en su día dijo Luis Aragonés: «Si nosotros somos el pupas, ¿los demás qué son?, ¿el costras?».
Los alrededores del Calderón despidieron ayer a su equipo desde horas antes del encuentro con el Athletic. Los bares, que durante años han vivido de las «extras» que los aficionados les han dejado partido a partido, echaron ayer el resto. Las peñas y grupos habituales dijeron adiós al estadio con «una buena charanga y una buena paellita» en El Chiscón de la Ribera, uno de los clásicos. El bar se llenó un domingo más, pero hubo «un buen rollo especial» , según explica un camarero: «Algunos han venido hoy con curiosas ideas en mente como llevarse el asiento que han ocupado durante años en el estadio» y que muchos consideran una parte más de su vida.
El Vicente Calderón lleva más de cincuenta años siendo un referente en Carabanchel y Arganzuela. Barrios que durante todo este tiempo han cambiado su fisionomía, –sobre todo con la salida de la fábrica de Mahou y la transformación de Madrid Río– y han crecido en número de vecinos, mientras que el estadio ha seguido allí, dándoles identidad, grandioso y latiendo con vida propia.
Cecilia, una vecina de Carabanchel y aficionada del Real Madrid, siente que su barrio se ha «despersonalizado». Aunque no sea del Atlético, reconoce la «gran pérdida» que supone que derriben el Calderón: «Es una seña de identidad del barrio. Sin él esta zona se va a quedar muy vacía», recalca apenada. Sin el Calderón, para Cecilia, la orilla del Manzanares será «una zona más», porque cuando vaya a coger el autobús que utiliza para ir a trabajar ya no verá lo que lleva viendo tantos años, sino que solo podrá contemplar «otro bloque más de pisos».
Como Cecilia, son muchos los vecinos de Arganzuela y Carabanchel –barrio situado justo en la orilla de enfrente del estadio– que aseguran que «echaremos de menos la vida que dan cada domingo de partido todos los puestos y aficionados», que se amontonan en las calles cercanas. Aunque también es cierto que hay quien celebra, como Eva, que «a partir de ahora vamos a poder aparcar sin tener que estar pendientes de la hora del partido».
Raquel es una de las tenderas a las que Cecilia echará de menos. Lleva más de 20 años surtiendo de bufandas, banderas y trompetas a los aficionados, que, como dice el himno del Atético, «gustan del fútbol de emoción». Para ella todos sus compradores «ya forman parte de mi familia» porque, después de verse tantos años, «acabamos contándonos todo lo que nos pasa en la vida», concluye Raquel. Ella aún no sabe si seguirá al equipo en su nueva etapa en San Blas: «Depende de lo que digan los jefes y de las licencias», afirma con incertidumbre.
Los únicos que confían en seguir al Atlético a su nueva ubicación son los del bar El Doblete. Desde 1995, los trabajadores de este establecimiento llevan acogiendo durante 27 años victorias y derrotas del equipo colchonero desde los bajos del estadio, por eso conocen mejor que nadie lo que es sentirse parte de una afición. Y de un barrio. «Este bar está muy arraigado a esta zona»; de hecho, los días de diario son habituales las tertulias de los parroquianos que, al margen de sus gustos futbolísticos, comparten cafés y confesiones alrededor de una mesa, algo que podrían tener que dejar de hacer en agosto, cuando el Atlético cambie de casa, ya que El Doblete es el único bar que espera poder trasladarse a San Blas para acompañar al club hasta su nuevo estadio Wanda Metropolitano.
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