Historia

El testamento de una mujer olvidada del siglo XVI (I)

Las últimas voluntades de Juana de Santiago, madre de López de Hoyos, revelan todo un mundo interior

Lápida conmemorativa de los estudios de Miguel de Cervantes en la calle de la Villa. Uno de sus maestros fue el clérigo López de Hoyos, que también le publicó sus primeros versos
Lápida conmemorativa de los estudios de Miguel de Cervantes en la calle de la Villa. Uno de sus maestros fue el clérigo López de Hoyos, que también le publicó sus primeros versosLRM

Es verdad que en el siglo XVI (y aun en tiempos más recientes) la mujer era individuo dependiente jurídicamente, mientras era soltera y vivía con los padres; al casarse, mantenía esos lazos de dependencia, pero ahora del marido y, eso sí, con derechos sobre sus bienes aportados al matrimonio y máxime si tenía hijos; luego, si viuda, alcanzaba su independencia absoluta y, finalmente si se hubiera metido a monja, su horizonte social y vital era muy distinto: ni aguantaba esposo, ni tenía que padecer partos anuales.

Juana de Santiago, que es la mujer de la que me voy a ocupar en estas dos semanas, era la madre de Juan López de Hoyos, un clérigo, maestro del Estudio municipal de Madrid, que enseñó algo, aunque no sabemos el qué, a Cervantes y fue quien le publicó sus primeros versos. Pues bien, Juana de Santiago estaba casada con un herrero. Juana de Santiago, además, era analfabeta. O, si lo queremos con otras palabras, el maestro de Cervantes era hijo de un herrero y su madre era analfabeta. ¿Que no hubo movilidad social?

Pero aquella mujer analfabeta tenía un intenso mundo interior, digno de toda admiración y respeto. Conviene tenerlo presente: aquella mujer analfabeta estaba muy bien socializada e interactuaba correctamente con su medioambiente social. Estaba en el mundo. Y tenía miedo.

Y esto lo puedo decir claramente y con total convicción pues he podido estudiar los dos testamentos manuscritos que dio en vida.

No debió llevar una vida fácil. Tal vez tampoco fuera difícil. Llevó la vida que aquellas gentes llevaban. Con un par de documentos me he construido mi Juana de Santiago particular. Y lo que imagino de ella es halagador. Esos dos documentos han sido los testamentos que otorgó, el primero el 7 de septiembre de 1575 y el segundo el 15 de junio de 1592.

Sí, ese último o penúltimo texto que casi por sistema se revisaba e incluso redactaba yaciendo en la cama esperando la verdad de la vida, es clave para entender a la persona. En las sociedades (y los individuos) no creyentes, es posible que haya dificultades para entender la trascendencia del testamento y por ello ha habido corrientes historiográficas que han cuantificado las velas que se encendían o las misas que se ordenaban, sin comprender nada de los contenidos íntimos de los testamentos.

Efectivamente, para los creyentes ese documento es el último (o penúltimo) contrato del ser humano con sus semejantes y, por supuesto, con Dios. Así que pocas alegrías, pocas falsedades en el testamento, que te la juegas.

Por falta de espacio, y por haberlo hecho antes, no me detengo mucho en los contenidos formales del testamento de Juana de Santiago.

Lo más sustancial del primer testamento era la necesidad que sentía Juana de igualar a sus hijos y de mejorar a sus dos hijas Úrsula y a Isabel «por ser doncellas», para que se pudieran casar y sustentar. Igualmente tenía a bien mejorar a Gabriel en 15 mil maravedíes. Pero esa Isabel iba a tener –tal vez– algún terrible accidente, en algún momento de la vida.

A Juan, el hijo, el maestro de Cervantes, le habían regalado sus padres una casa en la parroquia de San Miguel lindera con el horno de Robles. Se ratificaba en la donación porque –según ella declaró– les había ayudado a los padres para casar a las hijas. Es una manifestación de la discreta economía familiar.

Gracias al testamento sabemos que esta valiente mujer había criado a dos hijos y seis hijas. También que en su casa había un criado, Alonso de Madrid.

Juana de Santiago, la madre de López de Hoyos, no sabía escribir y pidió al escribano que firmara por ella –este primer testamento– con los testigos de rigor presentes. Todo ello sucedió el 7 de septiembre de 1575.

Juana no murió. Es más, sobrevivió a muchos de los presentes en aquella escena. Sin embargo, estas voluntades quedarían en la conciencia de todos.

Años después, volvió a testar, pero de otra manera.

Habían pasado diez y siete años desde que Juana de Santiago había dictado el primer testamento. ¡Cuántas cosas pasan en 17 años! Entre otras, que su esposo Alonso y su hijo el maestro Juan habían muerto, que ella había enterrado a otros hijos y yernos, que había envejecido, que parece ser mujer de buena alma. Algo me dice que dicta testamento con un hilillo de voz, porque pocos días después, muere. Entremos en la alcoba:

Allá está Juana de Santiago, que no puede ni salir de la cama. Ha acudido a su casa el escribano público Lucas García. Él es el que firma el testamento de ella, porque ella, la madre del maestro de Cervantes sigue siendo analfabeta y no sabe ni siquiera hacer un garabato. Pero tiene cabeza y coraje.

Su autoidentificación es rica en datos, como era costumbre, como hizo ya en 1575.

El testador ya está identificado. Ahora ha de venir todo lo demás. Ahorro la descripción de las misas que pide para todos los suyos muertos ya, o incluso las misas por ella misma y la manera de sus exequias. Comoquiera que le cogí cariño a Juana de Santiago, siento pena por los tristes recuerdos que tiene de los suyos. (Continuará)

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de Investigación del CSIC