Opinión

Tú, robot

Los robots comienzan a aparecer en las conversaciones cotidianas e imponen sus secretas leyes. No se trata de aquellos artilugios derivados de los relatos o filmes de ciencia ficción que hicieron las delicias de tantos en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, aquella colección Minotauro, de la editorial Edhasa de Buenos Aires que llegaba hasta unas pocas y despobladas librerías españolas fue deglutida. Pero los relatos que reunió Isaac Asimov (o Isaak Yudovich Ozimov, nacido en Smoliensk, a cuarenta kilómetros de Moscú, en 1920 y fallecido en Nueva York en 1992) con el título de «Yo, robot» en 1950 no presagiaban los temores del siglo XXI. Los padres de Asimov, de origen judío, se trasladaron a los EE.UU. siendo él muy niño y su lengua materna fue el inglés de Brooklyn (nunca aprendió el ruso), estudió Bioquímica en la Universidad de Columbia y formó parte del profesorado de la de Boston, aunque apenas ejerció la docencia. Su obra de divulgación científica e histórica, relacionada con su principal preocupación, las leyes de la robótica, le convirtieron en un escritor de enorme popularidad en la tríada de los divulgadores de la ciencia de su tiempo. Falleció de sida como consecuencia de una transfusión sanguínea. Pero su fantasía está convirtiéndose en una pesadilla que podría alterar la vida del hombre en el planeta, porque la robótica nos invade progresivamente. Estos objetos sofisticados capaces de sentir incluso cierta empatía, realizan ya los trabajos más duros en algunas fábricas y hasta Amazon anuncia que pronto estarán dispuestos para ayudarnos en las tareas domésticas.

En China existe ya un banco totalmente robotizado y nuestras oficinas bancarias se parecen cada vez menos a las sucursales que nos veíamos obligados a frecuentar. Se nos aconseja realizar las operaciones vía Internet y el paro en el ámbito financiero no deja de crecer, al tiempo que se borran de nuestro paisaje urbano los kioskos, los escritores abandonaron la pluma, tras la máquina de escribir y se han instalado frente al ordenador. Algunas hamburgueserías en los EE.UU. utilizan ya robots en sus cocinas. Disney los ha incorporado en sus parques transformando el mundo de la infancia y los niños los prefieren a los juegos tradicionales. Los de ahora han elegido la imagen, sea en las tablets, el móvil o la televisión (ya en decadencia), pero los robots proponen una dimensión de futuro. Queramos o no, están ahí, al acecho y de creciente actualidad. No deben entenderse como enemigos, aunque pertenezcan a otra esfera de convivencia. Tampoco pueden equipararse a las máquinas de vapor que tanto temieron nuestros antepasados en el siglo XIX. Existen ya sociologías que profundizan en la introducción de la robótica en el ámbito del trabajo industrial e incluso en las relaciones entre humanos. El mundo de la robótica aplicada a los quehaceres más mecánicos incrementa la desocupación. Algunos gobiernos entienden que deberían cotizar a la seguridad social y hasta pagar impuestos, porque sustituyen parte de una mano de obra antes humana. Ello nos conduce al mundo del futuro donde el ser humano parasita y unos pocos diseñan las máquinas que ya autónomamente se reproducen.

Aquel robot, tan atractivo en los relatos de ficción, viene a corromper el ideal de la liberación de la maldición bíblica: el trabajo. Ya proyectamos en él nuestros miedos, deseos y perversiones, aparece habitualmente en los medios y provoca preocupación en las conversaciones de los adultos que observan no sin recelo la familiaridad de adolescentes y aún de niños con las nuevas tecnologías. Pero el temor del «hombre nuevo», como acostumbraba a designársele a mediados del pasado siglo, supone un cambio copernicano en las formas de vida. Nuestros cada vez más eficaces robots permitirán el incremento del «homo ludicus», sumido en mayores insatisfacciones. ¿Logrará convivir con éxito a esta tecnología que se desborda en el futuro? El horizonte es harto problemático por desconocido y el hombre nuevo poco tendrá que ver con las anticuadas luchas de clases. Una reducida minoría detentará las claves de una tecnología que configurará un esquema de poder social distinto al que conocemos y el hombre medio se hundirá en la melancolía de la supervivencia. De aquel «Yo robot», traducido al español en 1956, poco restará. Alguien imaginó anteriormente que regresaríamos a la Edad Media, pero habrá excepciones en el mundo futuro que bordeará lo desconocido. Los ingenieros precisarán no sólo de ingenio, sino de precaución y la sociedad del ocio será también la de la soledad no deseada en la que viven ahora ya dos millones de ancianos en España. Tal vez el robot se transforme en un alter ego, del soberbio yo al tú dialogante.