Opinión

El maestro

En una escapada al mar he pasado una vez más por Cieza, el pueblo de don Juan López García, mi maestro en Sarnago. Siempre vamos de prisa y pasamos de largo. Contemplo fugazmente desde la carretera el pueblo en la hondonada, los huertos de naranjos, de albérchigos y melocotoneros y el picacho del fondo como un guardián de piedra. Y me gustaría bajar a preguntar en las calles y en los bares a ver si alguien me da razón de él, después de tantos años. Don Juan es una de las personas que dejó huella en mi vida. Me sacó de la escuela y me subió al saloncito de su casa, ahora convertida en rudimentario Museo Etnográfico.

Allí, en la mesa camilla con un tapete verdoso de lana, pasé las horas muertas de mi infancia repasando pretéritos y supinos, aprendiendo las declinaciones latinas y estudiando los rudimentos de la gramática francesa en un libro prestado. Por Navidad, la madre del maestro enviaba un cajón de naranjas dulcísimas. El sabor de aquellas naranjas convirtió a Cieza en mi imaginación de niño en un lugar mítico, en un paraíso poblado de frutales, de acequias y de pájaros.

Tengo un buen recuerdo de todos mis maestros. De don Joaquín, el primero de ellos, manco y aragonés, con su guardapolvo gris, su red para cazar codornices con reclamo, su gramola y aquellas manzanas verde doncella que le mandaban de Maluenda y que doña Felicitas, su mujer, compartía con nosotros. Don Florencio, calvo, interino y piadoso, que me dejó un día castigado en la escuela sin comer porque me sorprendió cazando pájaros; don Florencio tenía una sobrina morena, con trenzas, de la que nos enamoramos todos los muchachos. ¿Qué habrá sido de ella? Y, sobre todo, don Juan, del que me acuerdo como si fuera de la familia. Con el tiempo, uno se da cuenta de la dura e impagable tarea de los maestros rurales en aquellos años de la posguerra, sin luz eléctrica ni agua corriente, con una estufa de leña para los largos inviernos. Se valoran más ahora que las escuelas están vacías y los pueblos deshabitados.

Guardo la foto que nos hicieron en la plaza a todos los alumnos de la escuela en 1948 con don Juan, el maestro, en medio. Luce traje y chaleco con corbata y lleva gafas oscuras. Tiene a Juanito, su hijo, entre las piernas. Un fuerte viento del destino, como una galerna, nos dispersó a todos. Sólo queda la escuela vacía.