Opinión

El jugador número 12

Dice mi hijo Luis, de 11 años, que cuando otro equipo le mete un gol al Madrid se le encoge el corazón. Pensaría que exagera si no fuese porque viajé con él y el resto de mis «hombres» a Lisboa, a disputar la final de la Champions de 2014 contra el Atlético, y le vi llorar de angustia hasta que conseguimos meter el primer gol y el segundo y el tercero y el cuarto y finalmente nos llevamos la décima a casa. No era la primera vez que acompañaba a mi marido y a mis hijos a un partido de fútbol, pero aquel me obligó a acercarme a la pasión incontrolable que provoca este deporte. Y no por los sentimientos exacerbados de mis chicos, sino más bien porque, para mi asombro, noté en mí misma ese furor desatado por defender la camiseta, algo que antes me había parecido una
majadería. Hasta entonces, como siempre había tenido más amigos del Atlético que del Madrid, incluso llegué a pensar que, si me convenía y no me mataban en casa, podía cambiarme de equipo según soplara el viento... Tras ese encuentro, entendí que aquello que decía Eduardo Galeano, «en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol», no tenía nada que ver con el sexo y que a las mujeres, en cuanto se nos colaba el fútbol por las venas, nos pasaba exactamente lo mismo. Desde entonces, no dudo cuando mi hijo me jura que se le encoge el corazón con los goles ajenos. Yo también lo noto. ¿Cómo no notarlo si los dos somos el jugador número 12?