Opinión

Un campesino en el mar

Para uno, que es de tierra adentro, la tentación del mar es irresistible. Así que aquí me tienen, bajo la sombrilla, con los pies descalzos sobre la arena ardiente, lejos de la política, lejos, lejos... El verano y el Mediterráneo se me convierten en sinónimos. Aquí estoy sentado en una silla elemental, pero confortable, que compramos ayer en el bazar de los chinos. Corre una brisa húmeda que alivia la piel enrojecida, a pesar de las engorrosas cremas obligadas por eso del ozono. Hay bandera verde. El mar está en calma, como casi siempre. El agua, tibia. Y la misma rutina. Un baño breve, que uno es de secano, y el imprescindible paseo por la orilla entre cuerpos gloriosos y otros, no tanto.

En conjunto, si fueran así, iba a ser terrible contemplar la resurrección de la carne el día del Juicio Universal. Un rato de lectura sin perder de vista el horizonte del mar, con barquitos que pasan de largo y se pierden en la lejanía azul, ni los cuerpos más esculturales que desfilan delante, cerca, y que le distraen a uno. Entre mis manos, «Marinero en tierra» de Alberti.

Yo me hice amigo de Rafael Alberti, arcángel de los barcos y de las marismas, aquellos veranos inolvidables de El Escorial. Lo recuerdo con su melena blanca, sus grandes ojos, su camisa de flores y su gorra de capitán de barco. Pero yo nunca seré marinero, ni siquiera en tierra. Ni comunista como él. Lo confieso tumbado en la orilla, aquí, en la ancha playa de la Glea, de la Dehesa de Campoamor, con sus calles, entre las buganvillas, pobladas de nombres de poetas muertos, entre ellos, el suyo. Muerto y bien muerto, como los muertos que él mató o dejó que mataran otros cuando entonces. No seré marinero porque, como tengo dicho, soy de tierra adentro, de las Tierras Altas de la Alcarama, en las que reside mi corazón y mi memoria.

Así que soy campesino en el mar. Me conformo con el suave oleaje de los trigales y del centeno, y con el olor salvaje de las estepas y del sabinar entre los robles del monte. Sin desoír el rumor lejano de la política, partiré el verano en dos: la mitad en el mar («A la sombra de una barca,/ fuera de la mar, dormido»), y la otra mitad en los montes de Soria, recorriendo caminos solitarios y pueblos que se resisten a morir entre las sierras azules.