Opinión

Colau en el «New Yorker»

Cae antes la fruta que el prejuicio. La primera, si no aparca en el hipermercado, será pasto de insectos. El segundo tiene asegurada la vida eterna mientras persista el «New Yorker». Lo estipulan las leyes de conservación del universo. Entre cuyos primeros enunciados descubrimos la fascinación del periodismo anglosajón con cuanto sazone la mirada entre romántica y altiva, mezcla de fascinación y arcada, con la que nos contemplan. Busquen si titubean el reciente publirreportaje que el «New Yorker» le ha regalado a la alcaldesa de Barcelona. Un masaje de ego, un manual de estrabismo, presos políticos incluidos, que nada tiene que envidiar a una reciente contra que le dedicó «El País». En la que la activista reciclada en activista habló de casi todo excepto, caramba, del proceso revolucionario en la Cataluña del Procés.

Como siempre en su despliegue de empatías hacia los humillados, nunca encuentra tiempo para la mitad de los habitantes de su Comunidad. Marginados en un tsunami de políticas antidemocráticas que pretenden arrebatarles la ciudadanía española mediante la atroz justificación de la entomología identitaria. La actividad y doctrina de Colau, que ganó fama con performances del calibre de liderar la lucha de los afectados por la hipoteca sin tener una, recibe los parabienes del semanario al que hace décadas, en libelo feroz, Tom Wolfe calificó de país de los muertos vivientes. Faltaba un tiempo para que los zombies amojamados de Karloff y Lugosi recuperasen su fama con la tv por cable. Pero ya entonces gozaban de una envidiable salud vampírica los tristes tópicos respecto a la calidad moral de los españolitos.

Unos individuos morenos, sanguíneos y palabrones que acostumbran a sacarse los hígados en cíclicas guerras civiles desde los Trastámaras. Cómo será la empanada del «New Yorker», de qué magnitud su desprecio por la verdad objetiva, que califica de experimento en democracia radical las actuaciones de quien, tomándose por Rosa Parks, y confundiendo Barcelona con Alabama en 1955, juró desobedecer las leyes que creyera injustas. Declaración que en EEUU, donde comprenden que sin ley no hay derechos, garantías, ética y libertades, le habría supuesto la tóxica catalogación de populista. Quienes desde España siguen sin asumir las radicales similitudes entre una y otro tampoco entienden que en EEUU votarían al segundo. Ni hasta qué punto militan en el descrédito de una democracia que el muy esnob «New Yorker» contribuye a talar.