Opinión
Entre Alfarache y Vergérus
Amanecimos en la cubierta del «Mayflower», el barco de los padres peregrinos, que salieron de Plymouth para fundar la América puritana. Somos más papistas que nadie y también más #MeToo que en Salem. De un tiempo a esta parte a la política española le duele todo. Estragados por las fogatas de la corrupción, vapuleados por los clarines del populismo, cabalgamos un mecano frágil. En consecuencia resulta lógico que unos y otros, no contentos con escrudriñar las cuentas corrientes del rival, olfateamos también su currículum vitae. Cuando no encuentras mejor pasatiempo, si toda la controversia política consiste en ajusticiar ad hominem, que menos que darse un garbeo por la titulitis ajena.
Normal que algunos de nuestros políticos, sobre todo quienes no hicieron más que medrar en las organizaciones desde la infancia, traten de inflar sus perfiles. Ya luego lo que le suceda a la universidad importa menos. Si total. Si vive en la endogamia permanente. Si Bolonia vino a rematar con másters de pandereta su viejo prestigio. Claro que media carrera en dos años, un alicatado copy/paste y hasta un doctorando infinito son poco o nada frente al cachondeo general de la tesis de Pedro Sánchez. Que surge a partir de mil y una citas no apuntadas y fue escrita en tiempo récord, apenas dos años, y llega avalada por un tribunal de prestigio digamos cuestionable. Ahora «il dottore» amenaza con demandas a los periódicos «en defensa de su honor y dignidad» si estos no se retractan. Si no agachan la cerviz, confiesan su odio y proclaman que mintieron para evitar que el mundo hablara de la exhumación de Franco. Sería interesante que Sánchez se deje de burofax milongueros y acudiera a un juez de lo Penal. Por llamar a peritos y testigos y acreditar las citas y preguntar a la gente del ministerio de Industria y etc. Caso de hacerlo, de poner frente al juez a varios periódicos, recibiría la inmediata felicitación de otro acreditado populista. Sepan que en EE UU gozamos de un presidente que día sí día también fantasea con enchironar reporteros díscolos y amordazar medios y chapar televisiones y «ganar mucho dinero» con las denuncias. Antes necesitaría cambiar la legislación. No puede. Las leyes contra la difamación son de ámbito estatal, no federal. Aparte, debería contradecir 200 años de historia y la I Enmienda del texto constitucional: básicamente está prohibido aprobar una ley que pueda reducir o coartar la libertad de expresión. «Nuestras actuales leyes de difamación son una farsa y una desgracia, y no representan los valores ni la justicia estadounidense», comentó Donald Trump a principios del verano, «Así que vamos a echarles un buen vistazo. Queremos equidad. No puedes decir cosas que son falsas, a sabiendas falsas, y ser capaz de sonreír mientras ingresas dinero en tu cuenta bancaria». Tampoco debemos de sorprendernos por las equivalencias patrias. Si aceptas gobernar aupado a los votos del supremacismo etnicista y de un Podemos donde disputan plaza los anticapitalistas, los defensores de Salvini y etc., pues resulta lógico imitar a tu homólogo en Washington. Hablar de la «prensa deshonesta». Amenazar a los «enemigos del pueblo». A fin de cuentas ya en 2014 Pablo Iglesias solicitaba, entrevistado por Jacobo Rivero, «mecanismos de control público» para regular los medios de comunicación. Otra perla: «La gestión de la información no puede depender únicamente de hombres de negocios y su voluntad por permitir la libertad de expresión». Así nos luce. Con un presidente que escucha por la ventana la gran pitada y sueña con enderezar la canallesca. Entre tanto la sociedad desembocada en la mojigatería más hipócrita pero no abandona sus inclinaciones golfas. Añade al canon deontológico nacional los austeros himnos del pastor Edvard Vergérus en «Fanny y Alexander» al tiempo que recita los mandamientos de la picaresca. Sería muy bonito decir que estamos a medio camino de Bach y el Guzmán de Alfarache. En realidad vivimos entre másters más falsos que la falsa moneda, tesis absolutamente infumables, periódicos en caída libre (la supuesta carta de las hijas de «il dottore», depositada sobre la mesa del Consejo de Ministros, ha generado algunos de los artículos más babosos en décadas) y una serie de burofax dignos de un primer ministro bolivariano y/o de ese enloquecido Trump que anochece haciendo vudú a los muñequitos del «Washington Post», la NBC, el «New York Times», la CNN, la revista «Atlantic» y etc.
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