Opinión
Mirar de frente
Me he comprometido a escribir aquí, con relativa frecuencia y libertad completa. No pretendo, ni por asomo, ser portavoz de nadie, salvo de mí. Intentaré hacer, simplemente, alguna advertencia desde la observación de ciertas cosas que confluyen en nuestros afanes y días, apuntando a su génesis. A partir de ahí invito a la reflexión sobre ellas, porque me preocupa, y mucho, este país que compartimos; o sea ESPAÑA.
El diagnóstico de la situación, emitido por los «equipos médicos habituales», es decir por los «opinadores oficiales», (los «tertulianos» de plantilla, vamos), y repetido por el común de los ciudadanos, más en las nuevas y espurias avenidas de la «comunicación», que en las calles, plazas y descampados, (incluidos bares, tabernas y «mentideros» de siempre), resulta un tanto desasosegante. Los síntomas más evidentes son: la degradación de la vida pública; la desorientación de buena parte de la sociedad; el asombro de bastantes; la crispación, hasta la frontera del miedo y del odio, especialmente en Cataluña; la corrupción, material y espiritual; la frustración de muchos ... y, acaso el peor de todos, un hartazgo creciente, con sus secuelas paralizantes; y el corolario del pesimismo indeseable. Ésta, con ligeras variantes, parece ser la percepción más extendida.
¿Cuáles serían los principales factores de ese «cuadro clínico» que, por su impacto inmediato, oculta otra parte de la realidad, más ilusionante y positiva? Mucho se ha escrito acerca de la perversión del lenguaje, elemento capital sin duda para el desarrollo de la patología que sufrimos. Pero sobre este asunto, volveremos en otra ocasión, por su trascendencia en la construcción de tantos mensajes tergiversados. Y, junto a la infección lingüística, el desconocimiento de nuestra Historia. Hay además otros muchos motivos del problema creado, pero me voy a referir hoy, especialmente, a la ignorancia del pasado.
«Nosce te ipsum» decía, en traducción latina, el texto escrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos. Conocerse cada uno es el requisito básico para conocer lo demás, y a los demás. Un ejercicio que supone la incorporación operativa del pasado. Quizás por eso Cervantes hizo decir a El Quijote «Yo sé quién soy ...» y seguramente por ello, añadía el hidalgo manchego, «... sé lo que puedo ser ...» ¿Seríamos capaces de afirmar eso muchos españoles en la actualidad? Me temo que no.
Para corregir esas carencias serviría la Historia, único medio de comprender el pasado y, a su través, a nosotros mismos. Una Historia ciertamente alejada de la Memoria fosilizante, con pretensiones de arqueología confrontativa. Decía Ortega y Gasset que los españoles tenemos fuerte propensión a «objetivar» nuestra historia, pero no para evitar excesivos subjetivismos; que la convierten, por desgracia, en un relato acomodaticio; sino para, una vez transformada en «objeto», emplearla como arma arrojadiza entre nosotros. De este modo quedamos atrapados en el ayer, incapaces de superarlo. Todo se reduce a hurtarnos partes de nuestra andadura histórica y a demonizar los convenientes chivos expiatorios: el Conde-Duque de Olivares, Godoy, ... o Franco, por citar algunos ejemplos. Y así «ad nauseam», con el culpabilismo ajeno y la irresponsabilidad propia, como mimbres del maniqueísmo permanente.
Hemos vivido, y seguimos soportando, un proceso de «deconstrucción», e intento de destrucción de España, iniciado hace casi cuatro décadas, negando su concepto, evitando nombrarla y eliminando sus símbolos. Un desatino, acentuado en el último decenio, que ha tenido como uno de sus objetivos indispensables la demolición de nuestra Historia. Y, como no, de su historiografía, a partir del relativismo tendente a la igualación de cualquier relato. Un «todo vale» inicuo que ha potenciado la desconfianza en la «historia», salvo para el irredentismo nacionalista, y abierto el camino a su suplantación por cualquier falacia.
¿Cree alguien que sin la manipulación obscena del pasado podrían, no ya haber tomado cuerpo, sino ni siquiera llegar a manifestarse solemnemente las múltiples sandeces que se han dicho y escrito desde las filas del separatismo? Un embeleco al dictado del más pedestre fanatismo, la peor enfermedad del alma que decía Voltaire. El atrevimiento del ignorante es grande y su sentido del ridículo muy pequeño, pero para que tales mensajes hayan ido tomando aliento, ha sido precisa la complicidad de quienes estaban obligados a contestarlos. Ante el comportamiento de algunas instituciones recuerdo aquellas palabras de Brecht, «cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad, es hora de comenzar a decir la verdad». Al menos, a la manera machadiana, afrontando nuestra responsabilidad.
La España de ayer y hoy, tan deformada por la leyenda negra como por la esperpentización actual, parece condenada a ser una imagen distorsionada de sí misma. Al espejo cóncavo de antaño le sustituye hoy el deprimente efecto de herencias ideológicas, trasnochadas y vacuas, que provocan una secuela nefasta sobre la realidad: el absurdo. Una de cuyas dolencias es el desasosiego. Así, hemos pasado, en el sentido freudiano, del malestar en la cultura al malestar en la incultura.
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