Opinión
Frivolidades
Hace unas semanas, en el acto de Apertura del Año Judicial, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, pronunció un discurso memorable. Aprovechando el cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978, expuso lo que ha supuesto como fundamento de nuestra libertad y convivencia, y lo hizo en un momento en que de «forma interesada» son palabras suyas- se quiere devaluarla o contraponerla nada menos que a la democracia. Como digo, el discurso es memorable y puede leerse en la web del Consejo General del Poder Judicial.
Oyéndolo pensé qué bien le vendría su lectura y reflexión a separatistas o populistas. Pero lo que tenga de lógico ese pensamiento también lo tiene de inocente y hasta de inútil. A estas alturas a nadie se le escapa que en ese mundo hay mucha mente cerrada: pedir tal asimilación se torna en un imposible, en un empeño semejante a decirle a un ciego que mire fijamente, a un sordo que haga el favor de escuchar o a un mudo que hable más alto, que no se le oye. Será pedirles imposibles a esos discapacitados políticos, pero no lo es exigir –no pedir– a quien no padece semejantes patologías de la sensorialidad política, que respete a la Constitución porque también se la agrede si frivoliza a costa de ella o se la emplea en manejos políticos de corto recorrido.
El pasado viernes el Gobierno inició los trámites para una «reforma exprés» de la Constitución; su objetivo, reducir el número de aforados. Y se ha dado ese paso, primero, cuando los grupos mayoritarios en el Congreso anuncian que no la apoyarán y, segundo, se acaba de aprobar una moción parlamentaria de Ciudadanos para reducir el número de aforados. Esa negativa viene de separatistas y radicales populistas porque la ven corta: unos pretenden una reforma que propicie sus aspiraciones independentistas y otros porque la aprovecharían para constitucionalizar su modelo de república chavista. Y los que no son ni una cosa ni otra, porque ven una operación de distracción política.
Llegados a este punto lo secundario –más bien lo irrelevante– es adentrarse en un debate jurídico sobre los aforamientos, su sentido y fin, si constituye un privilegio o en realidad más bien supone que el afectado no sea investigado y enjuiciado en condiciones de igualdad. Desde luego que hay un exagerado número de aforados y que tal especialidad debería reducirse a lo mínimo.Seguramente ese es uno de los puntos de reforma más que constitucional, meramente legal, pero ni mucho menos en ese punto está el quid de la regeneración de nuestro sistema constitucional.
Si este es el panorama lo que viene a la cabeza es que sacar al ruedo de la vida política un morlaco de difícil toreo como es la reforma constitucional sólo cabe si hay consenso –y no lo hay– o se está ante una reforma de ineludible tal y como ocurrió con las dos únicas hechas desde 1978.Fuera de esto habría que pensar en propósitos ocultos, es decir, a quién se quiere beneficiar o en qué procedimientos en trámite se quiere incidir con tal iniciativa; o sin hacer tanta cábala, habría que pensar que se trata de una iniciativa aquejada de esa patología a la que antes me refería: la frivolidad, algo que coincide con las declaraciones gubernamentales que, sin vergüenza alguna, trasladan a los tribunales el deseo de que se entierren los procesos contra los separatistas.
Vaya por delante que no sostengo la naturaleza pétrea e inmodificable de la Constitución, como se recordó también en el discurso al que me refería. Lo que sí es censurable es el trasteo político con una norma de la que depende la paz y la convivencia. Y si en el mejor de los casos todo queda en nada, lo censurable es esa frívola predisposición al trasteo y que eso sea un estilo de gobierno. Ahí que se hayan adoptado iniciativas que son abusos como el del decreto-ley, o se ideen fraudes legales para enterrar al Senado, o que se propongan desacatos constitucionales como la propuesta de nuevo estatuto catalán para incorporar lo expresamente declarado inconstitucional. Y todo en apenas cuatro meses.
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