Opinión
Los tres tenores
La primera ruptura de la derecha vino de las dificultades del Partido Popular para integrar a gente que conformaban un centro definido por algo más que por el vacío ideológico. Por su parte, el PSOE también había dejado a bastante gente en la cuneta por su incapacidad para articular una posición nacional, ajena a las fantasías postnacionales de la izquierda española. Al combinarse, esas dos corrientes dieron lugar a Ciudadanos. En realidad, el nacimiento de esta formación demostró que había existido una posible política nacional tanto en la derecha como en la izquierda. Su consolidación, paradójicamente, contribuyó a enquistar aún más al PSOE y al PP en las posiciones que eran la causa del surgimiento del nuevo partido. Resulta memorable, en este sentido, la antipatía con la que Rajoy trató a Rivera, en contraste con la obsequiosidad que demostró casi siempre a los socialistas. Rivera no dejó de responder y propició una moción de censura que le alejaría, también a él, de La Moncloa.
La llegada de Pablo Casado a la presidencia del Partido Popular cambió la situación radicalmente. Ahora el PP aceptaba la disputa ideológica y se manifestaba dispuesto a plantar batalla allí donde nunca lo había querido hacer, que es en el terreno de las ideas. En términos políticos, se abandonaban las simpatías por el PSOE y quedaba descartado el empeño de Rajoy por restaurar el bipartidismo. Después del desconcierto primero en el que le sumió la moción de censura, Cs se reafirmó en su vocación de partido de centro liberal con reminiscencias socialdemócratas, más ligero de equipaje que el PP y más atractivo para los jóvenes y los profesionales urbanos. Se dibujaba una competencia entre una gran organización herida por la gestión de la crisis, el recuerdo de la corrupción y el desmantelamiento ideológico, y otra prácticamente recién llegada, sin escándalos a sus espaldas y con un aire inequívoco de cierta modernidad.
En esas estábamos cuando las elecciones andaluzas catapultaron a escena una nueva organización que también venía, y en parte aún más considerable que Cs, del Partido Popular. Muchos votantes de Vox se sienten, de hecho, traicionados por la deriva tecnocrática de un PP en el que habían dejado de reconocerse. Respaldan al partido de Abascal, en parte, buscando la claridad que el PP les ofrecía antes. En realidad, sin el levantamiento contra la España constitucional de los nacionalistas catalanes, es probable que se hubiera preservado lo que se llamaba la excepcionalidad española: un país sin extrema derecha nacionalista ni populista, y eso a pesar de la crisis económica y los furiosos ataques antiespañoles catalanes y vascos.
No hablo de la inmigración porque este ha sido un tema secundario en el éxito de Vox, al menos comparado con el desafío catalán. El fondo ha sido la falta de cauce al impulso patriótico manifestado en la sociedad española después de los hechos del 1 de octubre y el discurso del Rey Don Felipe. Y no haber entendido que ese impulso llevaba derechamente a no aguantar más lo que ahora parece una humillación permanente por parte de los nacionalistas y por parte de sus amigos en la política nacional, en particular del PSOE, puesto en el Gobierno por los secesionistas, pero también por el mismo PP. Vox, además de la bandera nacionalista española –que por primera vez aparece en la escena política española desde hace muchos decenios– tiene así un muy ancho horizonte populista y antiélites a su completa disposición, casi a sus pies.
En consecuencia, la fragmentación previa del centro derecha se ve agravada por el hartazgo de una parte importante de la sociedad a la que la irrupción de la cuestión nacional en la escena política –censurada artificialmente por las élites políticas e intelectuales– conduce a una manifestación activa de descontento en otros muchos asuntos, desde la Historia a los impuestos, pasando por las cuestiones de género y las manifestaciones religiosas cristianas. Los franceses hablan de «ras-le-bol», y una organización de jóvenes catalanes antinacionalistas han acuñado el slogan de «S’ha acabat». Aquí podríamos hablar de un muy elocuente a la par que sugerente «Hasta aquí hemos llegado».
El partido liderado por Albert Rivera juega con ventaja al haber afrontado antes, y desde una perspectiva propia, buena parte de estos asuntos. Vox, en cambio, tiene de su parte el haber levantado la bandera de la rebelión, escondida políticamente desde hace tiempo, y haberla personalizado en un líder con aspiraciones carismáticas, como es el propio Santiago Abascal. El Partido Popular, por su parte, ha detenido su decadencia gracias al nuevo liderazgo de Casado. Aun así, tiene que competir, por el centro, con una organización más ligera y –paradójicamente– más profesional, menos personalista a pesar del fuerte liderazgo de Rivera y con una utilización infinitamente más eficaz y actualizada de la comunicación y los recursos humanos, como es Ciudadanos. A la derecha, se encuentra con la tentación de copiar el discurso bronco y agraviado de Vox. Una situación difícil.
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