Opinión

Pueblos abandonados

La despoblación de media España debería estar muy presente en las elecciones de primavera. Es el gran problema en esa media España, olvidada de los poderes públicos y de las fuerzas políticas. Me dicen que los de Soria y Teruel, las provincias más despobladas, preparan una sonora manifestación en Madrid en plena campaña electoral. Allí estaremos. Hoy me he reencontrado con un libro reciente que lleva en la portada unas majestuosas ruinas cubiertas de maleza. Con él en la mano he seguido mi particular recorrido por los cincuenta pueblos perdidos o rehabilitados –uno por capítulo– acompañando al autor, el joven periodista valenciano Agustín Hernández-Dolz. Está escrito en valenciano –«Poblets abandonats de la Península Ibérica»–, pero se entiende todo.

El autor se echó a los caminos y visitó esos lugares, en los que las ruinas no han perdido su magnificencia, con la cámara de fotos al hombro, dejando de cada uno de ellos testimonio gráfico y literario. Sarnago, mi pueblo, no está incluido en la lista negra de los pueblos perdidos, pero en la página 15 aparece una foto de mi calle, con el perfil de mi casa al fondo, tomada desde los peñascales de las herrañes, con la siguiente leyenda: «Un pueblo que está siendo rehabilitado por los antiguos propietarios». Así es. Lástima que la iglesia, en lo alto, siga derrumbada.

Me parece que ir en busca del pueblo perdido es como tratar de buscar el tiempo perdido. En cada una de las páginas de este libro nos sale al encuentro el tiempo que se fue y no volverá. Todo recobra vida de repente: los muros de las casas, las calles empedradas, los caminos, los árboles del río, las sierras lejanas, los campos y las colinas del entorno. Con este libro en la mano entramos en lugares perdidos de distintas provincias, hermanados ahora por las ruinas. Es una muestra representativa de un imponente drama humano, un drama nacional. Caseríos que un día estuvieron llenos de vida y que sólo conservan ya el nombre y los huesos del viejo cementerio. Con el paso desolador del tiempo y el abandono se han perdido las diferencias entre unos y otros. Tienen nombres sonoros –Acrijos, Aldealcardo, Campo de Benacacira, Claramunt, La Estrella, La Santa, Las Dueñas, Las Ruedas de Enciso, Montesquiu, Moralejo de Arriba, Peñalcázar, Santa María de Cameros, Saranyana, Tordesalas, Umbralejo, Villanueva...–, nombres repetidos por cien generaciones, que fueron seña de identidad y que no tardarán en desaparecer también de la memoria colectiva. Un patrimonio material e inmaterial de la humanidad que se pierde entre la indiferencia general.