Opinión
Manuel, junto a la mar, desentendido
Murió Manuel Alcántara. Fue el penúltimo cirujano de la columna. Un hombre desangrado en miles de artículos. Como César González Ruano, para cuyas memorias escribió un prólogo tan memorable que Jorge Bustos y servidor podríamos recitarlo de memoria, Alcántara dominaba el ejercicio de la columna sin motor. Ese ultraligero, por usar imágenes umbralianas, que le permitía sacar de la chistera un croissant de 30 líneas que no necesitaba del gran asunto. En realidad sucede a menudo que el tema opera como móvil de quienes solo saben escribir amparados por el trampantojo de la grandilocuencia. Especialistas de frase combustible, que no deja detrás otra cosa que puro humo y un perfume muy sucio a plástico quemado. Seríamos injustos si concluimos que Alcántara escribía de cosas intrascendentes, que dedicada su espacio a elucubrar en abstracto. Más bien sabía extraerle el jugo al diario y encontrar los puntos suspensivos de una realidad que en manos de otros siempre renquea por el lado mostrenco. Más allá del periodismo, o más acá, Alcantara fue poeta. En sus versos, de metro clásico, asoma un Siglo de Oro pasado por el 27, la cercanía de Camba o Ruano y las miles de horas de trasegar boxeo y alcoholes. Como los grandes cronistas del deporte en el que dos tipos se zurran siguiendo un estricto código de conducta, como los norteamericanos geniales que llenaron las páginas deportivas de prosa nuclear y dientes machacados, sus piezas sobre el cuadrilátero provocan los escalofríos del mejor cine negro. Algunos de sus poemas dieron lugar a un disco de Mayte Martín, AlCantaraManuel, que puede incluirse entre los imprescindibles. Especialista en dry martinis, fumador, organizaba o le organizaban unos encuentros cerca del mar en los que brillaba la sabiduría de Teodoro León Gross, que le ha dedicado un artículo memorable. Allí acudían los mejores, en calidad de amigos, seguidores, lectores y discípulos. Por culpa de mi exilio autoimpuesto, catorce años ya en Nueva York, nunca pude acercarme. Tampoco sé qué le habría dicho. A alguien capaz de escribir «Lo mejor del recuerdo es el olvido... /Málaga naufragaba y emergía/ Manuel, junto a la mar, desentendido;/ yo era un niño jugando a la alegría./ Ahora juego a todo lo que obliga/ la impuesta profesión de ser humano, y a veces, al final de la fatiga/ enseño a andar palabras de la mano», sólo cabe darle las gracias por tanto.
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