Opinión
As de espadas
Nos encanta elevar a los altares a los muertos (últimamente la tregua no es definitiva y se abre la caza al cabo de un tiempo). Sin embargo, Alfredo Pérez Rubalcaba, que en paz descanse, no fue un santo. Era uno de nosotros, con una inteligencia de acero que lo hacía un rival temible. Tuve con él uno de los mayores desencuentros de mi carrera. Discutimos en antena tras los atentados de Atocha, porque acusaba a la derecha de saber la verdad sobre la autoría islamista y ocultarlo. Yo le reproché utilizar con fines políticos la dolorosa situación. La vida nos permitió después una tregua –siempre lo hace– y tuvimos acercamientos más afortunados. Siempre fue un caballero. Era afable y tenía una interesante conversación mesurada, con muchos datos jugosos para la periodista. Su pronta muerte nos ha robado unas memorias fabulosas, salvo que las haya dejado escritas.
En octubre pasado lo entrevisté por última vez, tras un diálogo con el cardenal Cañizares, en la Fundación Pablo VI. Destilaba respeto y entendimiento con la Iglesia. Me dijo que la violencia de ciertas religiones exigía una apuesta actualizada por el cristianismo.
Al despedirnos, se ratificó en su postura sobre el atentado de Atocha. Dio datos concretos que no consideré taxativos. Genio y figura. Era el mismo tesón con el que combatió a ETA eficazmente y defendió la Monarquía, facilitando la entrada de Felipe VI. Sólo por ambas cosas debemos llorarlo los españoles, también los discrepantes. Porque fue un as de espadas cuando hizo falta.
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