Opinión

Fútbol y elecciones

En un país tan serio como el nuestro, una vez terminada la temporada futbolística y la electoral también, es hora de hacer balance, pues ambas actividades producen gran impacto en la sociedad española. Entre fútbol y elecciones hay algunos parecidos y notables disparidades. En los torneos balompédicos entran en liza un buen número de participantes, pero son pocos los que de verdad pugnan por los títulos. Apenas cuatro o cinco, los de siempre, más algún «equipo revelación», que suele durar poco como tal, luchan por la Liga, la Copa del Rey, y el acceso a las competiciones europeas. Alguno de ellos, generalmente dos, se baten con posibilidades de triunfo también en estas lides continentales. Al final de cada campaña hay, inevitablemente, ganadores y perdedores.

La tensión que un partido llega a despertar en medio de la crispación por lo incierto del resultado, con la consiguiente angustia de todos, hasta que el árbitro «decreta el final del encuentro», pudimos vivirla en el Barcelona-Valencia del pasado sábado. Al concluir, la alegría valencianista fue inmensa y la frustración barcelonista, no menor. Por cierto, los descerebrados de turno pitaron el himno nacional y a S.M. el Rey. Valores ambos de concordia y respeto merecido muy por encima de tanta mediocridad ridícula, como la reunida unos días antes en el degradado «hemicirco», que acogió una inicua ceremonia escenificada por los «representantes» de cualquier cosa menos de la Nación. Qué diferencia entre la serena dignidad de Don Felipe, en el palco del estadio bético, y el indigno proceder en el Congreso, días antes, de quienes «sí pero no», «aunque», «sin embargo», «no obstante»..., trataban de encubrir su felonía a España, no jurando, ni prometiendo aquello que, en última instancia, legitima su presencia en la sede de la «representación nacional».

Acabado el encuentro sesudos comentaristas ensalzaron las bondades de los vencedores y condenaron a los derrotados, más o menos severamente, según sus filias y fobias personales o la orientación del medio que los contrata. Tan profundos analistas, gritando todos a la vez y sin escuchar ninguno, prodigaron alabanzas sin medida a jugadores, entrenador y presidente de la entidad triunfante y, a la par, criticaron de forma atroz a los tres mismos sujetos envueltos en el fracaso. Todo en medio de un dramático clima de exaltación sin límites; entre la emoción entusiasta; la alegría incontenible, la felicidad de los ganadores, y el sufrimiento moral de los perdedores; así unos cuantos días, hasta el próximo encuentro.

A la noche siguiente, tras la jornada electoral en la que se decidían los títulos locales, los campeonatos autonómicos y la clasificación en Europa, pudimos vivir la misma tensión por lo incierto de los resultados en algunos campos. ¡Qué pasión, qué incertidumbre hasta el último voto! Habían batallado duramente cinco equipos grandes con buen número de aficionados cada uno de ellos, y otros cuantos más pequeños; algunos, ciertamente, con pocos hinchas. Pero cuando se conocieron los resultados definitivos ¡oh, milagro! todos habían ganado.

Un grupo de sociólogos y politólogos, reunidos para la ocasión en la sede de cada uno de los medios radiofónicos y televisivos, más los periodistas especializados, hicieron y «explicaron», las primeras valoraciones a partir de la encuestas, ese instrumento mágico de la «ciencia por antonomasia» que es la demoscopia. Algunas predicciones no se cumplían, como casi siempre, pero al final importa poco, puesto que ese tipo de pronósticos, «con mínimo margen de error», sirven para alimentar la fe de los políticos y el escepticismo de muchos votantes.

Esos grandes analistas nos explicaron, con el mismo rigor, en las pocas horas transcurridas desde el cierre de las urnas hasta el resultado definitivo, por qué tal partido había logrado una gran victoria, aunque finalmente sería menor de lo previsto. Lo mismo respecto a otra formación que pasaría de estar al borde del abismo, a recuperar algo de lo perdido, y así sucesivamente los demás. Aquí aumentan las desigualdades entre balón y urnas; pues al final todos parecen contentos.

La celebración de la victoria, en algún caso aún con cara de funeral del protagonista ante el fallo de las predicciones, permitió a la plana mayor de todos los partidos «sacar pecho» por el éxito, atacando incluso al potencial aliado, necesario para el día siguiente. (Solo alguno, acaso por modestia, no salió a comunicar su «alegría»). Pero, en general, ¡qué diferencia con el fútbol!; al drama le sustituye la tragicomedia, que se prolonga también tanto o más que las secuelas futbolísticas. Los cambios de táctica mantienen entretenido y suspenso al votante. La sorpresa apunta a cada paso y el asombro puede superar todos los límites. Son unos juegos divertidos e impagables. Bueno, lo último según se mire.

A la vista de esto tal vez sería conveniente reducir el número de encuentros futbolísticos televisados y los presupuestos de los equipos. Ha quedado claro que las elecciones, además de un ejercicio con alto grado de interactividad; en clave v-p (votante-político), pueden ser apasionantes y espectaculares. Mucho más gratificantes para el común de las gentes y más baratas si se hace un calendario adecuado, con comicios frecuentes a propósito de lo que sea pues, de este modo, se podrían mantener las instalaciones de un «evento» a otro, sin apenas coste. Además no cobran ni los «jugadores», ni siquiera el árbitro.