Opinión

Agustín de Foxá

Me salté la fecha. El pasado 30 de junio se cumplió el sexagésimo aniversario de la muerte de Agustín de Foxá, pocas semanas después de volver moribundo a España desde su último destino en la Embajada española en Manila. «Me encuentro tan mal que me parece que voy a ser el último de Filipinas». Diplomático, poeta, novelista, articulista, conferenciante y sobre todo, el insuperable conversador, el fabulador rápido e irónico que mantenía una tertulia hasta bien avanzada la madrugada sin aburrir a las ovejas. La cursi diplomática chilena con apellidos españoles que se hacía llamar Heléne. El impertinente embajador del Reino Unido. –¿Es usted descendiente de españoles?–; y ella: -–Por desgracia, sí–; y Foxá: –Querida Heléne, cuando en América del Sur no se es de origen español, se llevan plumas en la cabeza–. Malaparte, Curzio, su amigo, talento y envidia: –Agustín, contando las cosas eres el mejor, pero no escribiéndolas. Yo escribo tus anécdotas mejor que tú–. Una tarde romana en un coloquio. Curzio Malaparte se deshace en elogios a Foxá: –Si no fuera Malaparte, me gustaría ser Foxá. ¿Y tú, Agustín?–. –Si yo no fuera Foxá, me gustaría ser Bonaparte–. Vividor, bebedor, glotón, fumador, mal vestido, descuidado. Se le olvida una fiesta de disfraces en casa de Edgar Neville. Cena con sus amigos. Bebe whisky y fuma sus puros. Cuando se le cae la ceniza, la aplasta violentamente en su chaqueta. Con el traje grasiento y mucho retraso llega a casa de Neville. Edgar, le pregunta: –¿De qué vienes disfrazado, Agustín?–; –De queso manchego–. Desgraciado en amores, genial desaliñado. Escribe el diplomático Luis Sagrera en su estupenda biografía de Foxá acerca de sus dudas religiosas: «Jaime de Foxá dijo de su hermano, que el Agustín mejor conocido, el mediterráneo paradójico y algo volteriano, adorador de la belleza y la luz, llevaba dentro un tremendo y religioso castellano de la estepa y la roca. Su cuerpo había nacido para moverse sobre la griega curvatura de Ampurias y un alma tallada en los linderos románicos de la Alta Castilla donde nace el Duero». Niñez, El Retiro y la estética monárquica. Las Infantas suben al coche «con un rubor de otoño perdido entre las ruedas». Juventud, «La Verdad os hará libres». Colegio del Pilar. Joven diplomático. Fascinación por la figura de José Antonio, con quien colabora escribiendo la letra del «Cara al Sol». Agustín, de origen catalán, de la Bisbal. En su castillo, cuyas torres ordenó amputar Felipe V, los Foxá recibían frecuentemente la visita de Juan I de Aragón, el Rey que falleció en los bosques del castillo de los mordiscos y dentelladas de una loba rabiosa. Agustín, hijo de los marqueses de Armendáriz y los condes de Rocamartí, recibió de su padre el condado de Foxá a los nueve años. Decenios más tarde le preguntaron por su talante conservador: «Soy diplomático, académico, conde, gordo y bebo whisky, ¿qué coños quiere que sea?». De su novela, la formidable «Madrid de Corte a Checa», narración insuperable del horror miliciano. De su teatro, el romanticismo de «Baile en Capitanía» y el alarde poético de «Cui-Ping-Sing». En poesía su prodigiosa «Melancolía del Desaparecer», el Romance al Rey Muerto, y sus poemas itálicos. Como articulista, grandioso, siempre en ABC. Sus textos americanos «Por la Otra Orilla» síntesis de la belleza de la palabra. Y como poeta satírico, un ciclón, un torbellino de ironía y mala uva, único espacio literario en el que se desmedía. Los sonetos a Serrano-Suñer, a los Domecq y a Celia Gámez, este último devastador. Epigramas. A su amigo y colaborador José Vicente Puente, escritor y fabricante de camas. «Hace camas y comedias,/ pero con tan mala suerte,/ que en las camas te despiertas/ y en las comedias te duermes». O, «Es cursi y se cree Osuna,/ escribe sin gracia alguna,/ destroza honores y famas/ y es fabricante de camas/ aunque carezca de cuna». Al actor Juan Espantaleón, cuando se vio obligado a interrumpir por urgencias meonas su discurso de gratitud en el homenaje que le brindaron sus amigos, entre ellos Foxá: «Espantaleón, meando no es manco./ Tiene una minina/ con una turbina/ que de conocerla/ la inaugura Franco». Don Jacinto Benavente ha estrenado en el Infanta Isabel su comedia «Una Señora». En la tertulia de Foxá, con Rafael Duyos y otros compañeros del Pilar, y a la que también acude Eugenio Montes, Agustín resume el estreno del Premio Nóbel: «Don Jacinto Benavente/ ha estrenado “Una Señora”/ y es lo que dice la gente: / ¡Ya era hora, ya era hora!».

En ocasiones, su libertad se plasmaba en sus versos, con metros y rimas caprichosas. Aborrecía el calor y adoraba, de sus tiempos de niño en Soria, el frío. No usaba abrigo. –Agustín, ¿por qué no te compras un abrigo?–; –Tengo dinero para comprarlo, pero no para mantenerlo–. Epicúreo, clásico y contradictorio. Le atribuían frases y actitudes. Creyente polémico, decía que el arco iris era la firma polícroma de Dios. De vuelta del trópico que le agonizó, aterrizó en Madrid una mañana de junio tormentosa y fría. Le quedaban pocos días de vida. Y aquel rostro casi sin alma y devastado se alegró: «¡Cómo huele a Castilla, a viento frío del Urbión o del Moncayo!».

Fue un portentoso escritor, un portentoso ser humano y un portentoso español. Y aunque muchos lo hayan querido silenciar, sigue vivo y ruidoso, destellante y limpio, aunque Dios no cante ya bajo su frente.