Opinión

El Botticelli perdido

Yo lo vi, tuve ese cuadro a cuatro centímetros de la piel. Jamás lo olvidaré. Ramón Guardans me lo enseñó en los 90. Había sido comprado en 1929 por su suegro, Francesc Cambó. Fue en su casa de Vía Laietana –frente por frente de la catedral de Barcelona–. Retiró, como al desgaire, la tela pesada que recubría un simple caballete. Recuerdo cierta naturalidad pícara, esperando reacción. La luz se detuvo y el ambiente restalló. El joven Michele Marullo, soldado y poeta del siglo XV, inmortalizado por Botticelli, salió literalmente del marco y se me quedó mirando, vivo tantos siglos después, sin oropeles, con una presencia tan vívida que me faltó la respiración.

Los grandes maestros enflaquecen en los museos. Se restan energías unos a otros. No sólo porque la capacidad de sentir es limitada y el espectador se llega a saturar, sino porque las obras no fueron pintadas para las salas institucionales. Se concibieron para los gabinetes, los salones domésticos, los oratorios y los templos. Para mirarlas en borracheras y enamoramientos, en amaneceres y crepúsculos, a menudo en la intimidad. El marullo me permitió experimentar la impresión de toparme en el pasillo de casa con una obra maestra.

Ahora este cuadro se exhibe en la feria Frieze Masters de Londres y será vendido. No ha mediado oferta del Gobierno. No me consuela que el nuevo comprador esté obligado por ley a mantenerlo en territorio español, porque no tendrá que exhibirlo. No podré verlo más. Aunque es verdad que nadie me quitará aquel dulce sobresalto.