Opinión

Totalitarismo de género

Cada uno tiene su propia magdalena de Proust. La mía es el arroz con leche que preparaba mi abuela Josefa. Siempre fue de un luto rural a lo Balenciaga. Por lo elegante y modesto. Delgada, rubia y con ojos azules. Pensé que era adoptado por mi moreno terroso y la tenue estatura. Luego me explicaron que la culpa la tenía mi padre (ya empezamos). En la cocina se reunían las tías (las llamo así por el parentesco no por vulgarizar la palabra mujer, no vaya a ser) y los niños. Por el orden que imponía, diría que mi abuela era lo que se dice ahora una mujer empoderada. En las cocinas de hoy no hay rastro de aquella fiesta culinaria. Cuando te invitan a cenar, los señores de la casa se meten en harina antes que sus señoras y los pisos que habitamos son prácticos. Dícese funcionales. Bien. Podría jurar que sería imposible imaginar ayer lo que el Gobierno vasco va a decretar pronto. Legislará sobre cómo deben ser las viviendas, no para atajar la pobreza sino para desmontar el machismo. Las cocinas han de tener un tamaño mínimo para que puedan faenar más de dos personas (¿tienen que ser un hombre y una mujer o irá la Ertaintza si se descubre a dos mujeres o a dos hombres cocinando, o a un fornido travestí con su perro?) y los dormitorios de los hijos, los mismos metros que el de los padres, ya que abandonan el nido más tarde y hay que hacerles el sopor más amable. Hay infinitas maneras de hacer el ridículo pero solo una para alcanzar el totalitarismo. En los bares se estilaban azulejos con chistes baratos. Uno de ellos rezaba «En mi casa mando yo (con permiso de mi mujer)». Ahora manda el Estado de excepción. Mi abuela era más libre en su cocina que algunas de las consejeras vascas. Reto a que me demuestren lo contrario. Peripatéticos.