Opinión

Proceso revolucionario

Las noches de violencia desencadenadas en Barcelona la semana pasada significan al mismo tiempo el cierre del «procés», después de la sentencia del Tribunal Supremo, y su relanzamiento en otra dimensión, la de un proceso revolucionario, como titulaba el pasado domingo la portada de LA RAZÓN. Este se encamina a demostrar que ese mismo «procés» sigue vivo y dispuesto a alterar sistemáticamente la convivencia y el orden público. Con el apoyo, obvio es decirlo, de una parte de las instituciones y los organismos oficiales de Cataluña, del Presidente de la Generalidad y de núcleos irreductibles del nacionalismo.

La conexión entre nacionalistas (y Generalidad) y antisistemas (anarquistas, en otros tiempos) ha escrito algunas de las páginas más siniestras de la historia de Cataluña y Barcelona. Se diría que la ciudad de los prodigios lleva inscrita en su naturaleza esta vocación (auto) destructiva. Y por eso no es aceptable la teoría del ministro del Interior, tan tardía, tan gélida, tan distante de quienes están sufriendo el asunto en primera persona, de que lo ocurrido es una cuestión de orden público. Lo sucedido en Cataluña refleja en primer lugar el hecho de que la región esté gobernada por un grupo de personas decididas a transformar un imposible, como es la secesión, en una oportunidad revolucionaria. Eso indica el desgobierno de Cataluña, es decir la dificultad que afronta para gobernarse a sí misma con cierto realismo y sensatez, fuera de las pretensiones utópicas que se le han inoculado a una parte muy importante de la población.

El problema que plantea una Cataluña ingobernable no atañe sólo a la región. España no se puede gobernar sin Cataluña y una Cataluña sometida a la inestabilidad y a la violencia ha acabado siempre teniendo efectos deletéreos en la vida pública española, en particular en los regímenes liberales y democráticos. Los independentistas lo saben, los antisistema lo intuyen y todo el mundo conoce el alcance del desafío.

Se entiende que el Gobierno no desee mostrarse alarmista, pero no estaría mal que intentara no engañarse a sí mismo, ni alucinarse con relatos equivocados. Sobre todo cuando ha cometido el gigantesco error de hacer coincidir la sentencia con una campaña electoral, ha querido convertir el problema de Cataluña (que es el problema nacional español por excelencia) en una maniobra tacticista y ha hecho imposible, voluntariamente, cualquier acuerdo entre las fuerzas políticas nacionales y constitucionales.