Coronavirus
Santa calle
Estamos en Semana Santa y lo verdaderamente santo es la paciencia y abnegación de la gente de a pie
Salgo de casa y cojo el coche por primera vez en veintisiete días. Mi madre de ochenta y dos años que está confinada en su domicilio a cuarenta y ocho quilómetros del mío, con un grado uno de dependencia, se ha quedado sin cuidadora. Debo acercarme a comprobar hasta qué punto se puede desenvolver por sí misma y si anda bien de suministros y provisiones. Miro los detalles del decreto de aislamiento y veo que permite desplazarse para auxiliar a las personas necesitadas.
Aparte de la documentación que demuestra su grado de dependencia, imprimo además una copia de su DNI y me la llevo en el coche por si me paran las patrullas para demostrar a donde voy y por qué.
Primera sorpresa: me esperaba las carreteras más vacías. No hay mucho tráfico, pero se ven bastantes coches circulando. Cuando llego al viejo barrio barcelonés donde crecimos, compruebo que los comercios básicos están abiertos. En la arteria principal de la barriada, las aceras muestran ordenadas colas de compradores frente a las tiendas, respetando con paciencia la distancia entre ellos de dos metros. La mayoría lleva mascarillas y guantes.
Es un día luminoso y primaveral y la espera se soporta a pleno sol. Súbitamente resuena por la avenida una orden imperiosa por megafonía: «¡Levántese del banco!». Es un coche de la Policía municipal que pasa con altavoces. Está conminando a un señor mayor a que no se siente en el banco público donde ha decidido reposar sus fatigadas articulaciones mientras hacía cola. El ambiente no es distópico, sino precavido. No es the walking dead, sino the walking fastidiados.
Me adentro en las calles adyacentes del barrio que están desiertas. En esos callejones, encuentro varias farmacias abiertas y dos supermercados de paquistaníes en los que no hay nadie y te evitas las colas. Encuentro a mi madre con el ánimo abnegado. Es de esa generación que nació en la guerra civil y creció en la posguerra. Son gente que se agigantan con las dificultades. A pesar de sus problemas de movilidad, se ha organizado bien y establecemos un sistema para visitarla y aprovisionarla en todo lo que necesite. Han tejido además en el edificio una red de ayuda entre vecinos, todos mayores, para ver quién necesita algo y cómo resolverlo. Historia de una escalera de Buero.
Estamos en Semana Santa y lo verdaderamente santo es la paciencia y abnegación de la gente de a pie. Quienquiera atribuirse el mérito de la lucha contra el coronavirus en los próximos meses merecerá ser señalado con el dedo como farsante, impostor, embustero y suplantador. Porque si algo queda claro estos días es que quien lo está venciendo son los españoles, el ciudadano medio, con su paciencia, su esfuerzo sereno y su comportamiento responsable en la gran mayoría de los casos.
Para entrar en la ciudad no tuve que superar ninguna barrera, pero para abandonarla me paran dos controles sucesivos de Policía en diferentes puntos de las vías de salida. Está claro que están buscando vehículos de presuntos irresponsables que quieren aprovechar estos días para pasar la Semana Santa en su segunda residencia. En la Ronda (la M-30 barcelonesa) se crea un atasco quilométrico.
Barcelona es una ciudad donde se toca poco el claxon, pero la gente debe estar ya muy quemada porque a los pocos minutos todos los conductores empiezan a hacer sonar sus bocinas como protesta y se crea un concierto de mil demonios. Uno, que ha vivido en ambas capitales, tiene la sensación que hoy Barcelona parece Madrid, donde el habitante es más dado al bocinazo fácil. Pongo la radio para distraerme y pillo a la cadena SER en un momento bajo, estilo Fox News. Afirman que las protestas y reproches al Gobierno son una campaña de la fementida derecha. No especifican cual. Más bien dan a entender que suscriben aquella vieja afirmación machista de «todas son iguales».
En medio de esa sinfonía primaveral de pitidos disonantes, miro el contenido de los vehículos de mi alrededor; tienen un único ocupante y hay desde todoterrenos relucientes a furgonetas de reparto. Me cuesta creer que la totalidad de los que pitan a mi alrededor sean barceloneses de derechas. Si tuviéramos que confiar en la emisora, la única explicación lógica de lo que me está pasando es que, aunque parezca imposible que situaciones así se den, es evidente que he ido a caer en el único embotellamiento de tráfico de la historia de la humanidad formado exclusivamente por catalanes derechistas rigurosamente seleccionados.
Estoy por llamar al libro Guiness para que levanten acta. Temo también por mi vida, puesto que el Gobierno ya nos ha notificado que esa «derecha» es una organización malvada y despiadada, tipo Spectra, compuesta por PP, Vox, Ciudadanos, los alumnos de preescolar, las asociaciones médicas y un largo etcétera de colectivos que tienen en común mostrarse inmunes a la apostura de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Todo terminó bien y salí vivo, pero llevándome una conclusión clara: emanciparse de la majadería va a ser la tarea más complicada de estos días.
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