Opinión

Pobre República

Como a cualquier otro ciudadano, le asiste al vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, el derecho de expresar libremente cuantos «pensamientos, ideas y opiniones» considere, mediante la palabra o cualquier otro medio, incluso a través de un tuit, que es el que ahora emplea, lo que le ahorra cualquier argumentación seria. Nada impide que se exceda en tiempo y exuberancia, aunque a un gobernante se le debería exigir concisión, pedagogía y, si es posible, no mentir. Otra cosa es que la oportunidad de sus opiniones sean compatibles con los problemas reales que viven los ciudadanos, lo que nos tememos que en su caso es difícil. Es la realidad la que se debe adaptar a sus ideas, aunque muchas veces sean peregrinas. Como todo el mundo sabe, ayer, 14 de abril, España se despertó con la noticia de que en el año 1931, hace 89, se había proclamado la Segunda República. Efeméride histórica sin duda relevante –aunque historiográficamente muy manoseada– que en nada podría hacerle sombra, ni siquiera por la terquedad de la realidad de imponerse de esa manera abrupta con que los hechos piden paso cuando la estupidez se recrea en la suerte.

Ayer, el Gobierno del que Iglesias forma parte informó, como viene siendo habitual, de que el lunes habían fallecido 567 ciudadanos a causa de la epidemia de coronavirus. En total son 18.056 personas que no tendrán la fortuna de oír a un alto representante del Estado celebrar un episodio histórico que ahora poco o nada –después de todo, la penicilina llegó a España en 1944– puede aportar al grave problema que vivimos, ni siquiera esos «valores republicanos» que cree que sanarán a la población, ungidos por el propio Iglesias, o que «nos van a permitir avanzar». Que lo diga un vicepresidente del Gobierno que por su mala gestión ha conseguido que España sea el país con más muertos por número de habitantes sólo puede disculparse desde la ceguera de un político iluminado. Que, además, invoque los «valores republicanos» por encima de lo que representa nuestra Constitución de 1978 es una manipulación francamente grosera, desde el conocimiento histórico y desde la moral pública, cuando nuestra Carta Magna ha superado en derechos, libertades civiles y personales a la de 1931. No es la primera vez que Iglesias deja caer el carácter totalitario de nuestra democracia –al coro acude rápido el independentismo más racial– y la raíz del franquismo injertada en nuestra democracia. Iglesias podrá ejercer su republicanismo libremente, en el marco de nuestra Constitución, pero le costará argumentar que la actual Monarquía parlamentaria no es el régimen más tolerante y libre de cuantos ha tenido España. Sin duda, entre aquellos cuatro enemigos de la República que Manuel Azaña describió en «La velada en Benicarló», Iglesias y su partido tendrían un papel estelar por su menoscabo de la institución, antes republicana, y ahora la de un régimen democrático representado por la Monarquía.

Sin embargo, ayer dio una vuelta más en su tirabuzón ególatra, cuando recriminó al Rey vestir uniforme militar cuando se estaba dirigiendo, precisamente a los mandos militares, hace ya unas semanas. No hay nada más barato que dejar correr un bulo y que éste sea amasado por sus adeptos menos informados. Don Felipe, como jefe del Estado, es el «mando supremo de las Fuerzas Armadas» (art. 69 CE), como asimismo lo es el presidente de la República Francesa o de Estados Unidos, aunque con menos atribuciones que este último, ya que sólo es una «instancia de influencia» sin poderes reales. Para que quede claro, es el artículo 97 el que especifica que la dirección de la Administración militar depende del Gobierno. Es alarmante que el vicepresidente de dicho Gobierno desconozca los poderes que tiene el Consejo en el que se sienta. Mucho más alarmante es que Pedro Sánchez haya entregado poderes clave a alguien que con tan mala intención manipula los hechos. Ayer, cuando España seguía contando sus muertos, Iglesias contaba viejas historias.