Opinión

Balcones indignados

Pedro Sánchez ha empezado el proceso de «desescalada» mirando de reojo a su Consejo de Ministros, entretenido en un constante Juego de Tronos. Ni siquiera sus rimbombantes citas televisivas semanales, colándose insolentemente en las casas, pueden maquillar semejante lastre.

El Gobierno une, a su descoordinación (ha hecho mucho daño la ausencia por enfermedad de Carmen Calvo) y a la incompetencia de una parte de sus ministros (nombrados más por cuotas territoriales o partidistas que por sus cualidades para el cargo), la deslealtad interna. «Los choques de la coalición han triturado a piezas imprescindibles del tablero de Sánchez», me asegura un monclovita conocedor de lo que se cuece. Pesos pesados del sanchismo se han retirado a sus cuarteles de invierno por sentirse desautorizados por el jefe filas socialista, con lo que Pablo Iglesias ha aprovechado la crisis para ganar terreno político.

La última víctima del vicepresidente morado ha sido la ministra portavoz y titular de Hacienda, María Jesus Montero, por el desconfinamiento de los niños. «Somos un Gobierno cohesionado, un Gobierno que está trabajando sin descanso, desde la noche hasta el final del día», proclamó, malherida tras la cornada de Iglesias. Excusa no pedida, culpa manifiesta. «Aquí ya todos miran a Pedro y Pablo para ver cual de los dos manda primero la carta de divorcio», liquida la misma fuente.

A la falta de unidad interna del Gabinete Sánchez, agravada por la parálisis parlamentaria debida a los debilitados –y malgastados– respaldos con los que cuenta en el Congreso, se suma la falta de unidad externa. Y ello, a pesar de que pocas veces habrá podido contar un presidente con una oposición tan responsable.

El presidente debe estar muy agradecido a Pablo Casado por su apoyo a las sucesivas prórrogas del estado de alarma, aunque el líder del PP se levante de su escaño en la Carrera de San Jerónimo una vez tras otra sin saber qué se va a hacer con los poderes extraordinarios concedidos. Se entera de los planes por televisión, al mismo tiempo que los demás españoles. En estas circunstancias, el diálogo que Sánchez «teatraliza» sin descolgar el teléfono para llamarle parece una mera huida hacia adelante, otra operación más de maquillaje. En épocas de normalidad, el marketing de Iván Redondo podría incluso resultar entretenido… aunque ya se verá si, a la larga, rentable. Pero en la dramática situación actual sería mejor encontrar en La Moncloa unos guionistas que pisaran el suelo.

Con 23.000 muertos por Covid19, no es de recibo tener a un presidente entregado a campañitas de opinión: ya sea enredando para meter presión al líder de los populares, a ver si acepta «sin condiciones» un gran acuerdo nacional; ya sea metiendo cuñas entre PP y Cs allí donde gobiernan juntos; ya sea descafeinando la comisión del Congreso para la Reconstrucción que Casado logró arrancarle y que no gusta a los costaleros más radicales del Ejecutivo. Sánchez debe asumir, de una vez por todas, que son sus acciones las que lo han colocado ante una cacerolada cada día mayor. Es la gente harta que llena los balcones de España la que ya no le ríe las gracias. Sus rimbombantes intentos propagandísticos, sus escenas bien orquestadas con las que «seguir tirando» por si el panorama vuelve a sonreírle, son una desfachatez, visto lo que tenemos y lo que se nos viene encima. Únicamente hay una forma de evitar la desafección del español de a pie: la eficacia. El problema del Gobierno no es su mala comunicación, como Iglesias dijo. Nada de eso. La mala gestión no puede enmascararse, por mucho argumentario partidista se elabore.