El canto del cuco

Bajada a los infiernos

Nunca la bajada a los infiernos había sido tan fulminante y estremecedora como la de este último, que aún resiste en La Moncloa

Desde la llegada de la democracia, hace casi medio siglo, el ambiente político no había estado tan irrespirable como en estos últimos tiempos. Huele a fango, a cloaca, en España. El hedor es ya insoportable. Brota de los despachos oficiales, de los mentideros y de las fontanerías y zahúrdas del poder. Se propaga desde los periódicos, las radios y las televisiones, y abastece, hasta la náusea, a las redes sociales. La discrepancia se traduce en agresión; la crítica, en insulto. Es tiempo de trincheras y mentiras. Nadie sabe lo que pueda pasar mañana y empieza a cundir el miedo.

Esta especie de periódica bajada a los infiernos acostumbra a suceder en los segundos mandatos presidenciales. Ocurrió con Adolfo Suárez tras las elecciones de 1979, recién aprobada la Constitución; un despiadado viacrucis, culminado con su dimisión y el golpe del 23-F. Le pasó lo mismo a Felipe González, que acabó su último mandato con ojeras hasta los pies, envuelto en corrupciones y zarandeado por el llamado «sindicato del crimen». A Aznar le despidió la guerra de Irak, los pies sobre la mesa con el presidente norteamericano y el espantoso atentado de los trenes, mal gestionado, después de un primer mandato brillante. Zapatero –una calamidad pública– no supo hacer frente a la crisis económica que se le vino encima. Y Rajoy sucumbió por la crisis catalana, su indolencia, las corrupciones de su partido, la traición del PNV y la desaforada ambición de su sucesor.

Pero nunca la bajada a los infiernos había sido tan fulminante y estremecedora como la de este último, que aún resiste en La Moncloa, donde debe de estar pasándolo muy mal. Se le nota en la cara. Tiene que resultar insufrible acudir al Congreso de los Diputados –no digamos al Senado– a dar cuenta de sus actos entre improperios de la oposición. U ojear la prensa hostil durante el desayuno. Por eso, en cuanto puede coge el Falcon y se larga fuera. No es plato de buen gusto verse, él y su familia, acosados por la Justicia y por la crítica inmisericorde un día tras otro, sin un sólo gesto de aprobación ni a sus medidas sociales. Los críticos más implacables consideran que Pedro Sánchez, a la vista de su errática trayectoria, es un político tóxico, que genera odios y enfrentamientos. Por eso estamos así, dicen, entre mafias y cloacas. Pero es imposible, si uno es humano, no sentir compasión por este hombre, tan poderoso y desvalido, aún joven, cuyo orgullo y falsos ideales le impiden darse cuenta de que su tiempo ha terminado.