Opinión
Somos los conguitos
Nos quedan dos «Sálvame» para que los donuts se retiren por hacer apología de los gordos. Y para que dos «Deluxe» después se condene la prohibición por «gordofobia». Kichi se enfrentó al mundo por hartarse de Phoskistos. En la sociedad de la opulencia, lo mismo se come que se vomita. Cierta peble rabiosamente desconcertante exige que se censuren los Conguitos, el producto y el dibujo, por racista. Cada vez que se saborea una de esas bolas de cacahuete envuelta en chocolate, estamos comiendo en realidad un africano. Un acto de canibalismo colonialista que llevamos celebrando desde que se lanzara al mercado en 1961. No eran ellos los que preparaban el caldero para zamparse a un blanco sino nosotros los que removíamos el perol para convertirlos en golosina. Heidi acabará proscrita por incitación a la pedofilia. La verdad es que esos rumores sobre el abuelito nunca me han gustado. Este antiracismo dulce tuvo su antecedente doloroso cuando se cambió la letra de la canción del Cola Cao, que fue algo así como remozar la del Padrenuestro, que por mucho que se recite sigue retumbando la antigua en la cabeza. Los Conguitos y el Cola Cao de la infancia eran una experiencia religiosa, el éxtasis revelador de la felicidad. Jamás unos grumos alcanzaron ese porder de seducción negra. Estas iniciativas folclóricas luego se tornan en andanadas políticas. La pantera rosa se salva porque gastaba cierto aire trans que gustaría a Irene Montero, nuestra ministra de Igualdad, desde que propugna que cada uno se registre con el género que quiera, de lo contrario la teñirían de negro. Una nota al margen: las panteras no son rosas pero los congoleños son negros.
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