Aquí estamos de paso

Su desgaste es la huella

Ábalos ofreció esa impresión de desgaste físico que descubre un alma torturada.

Las crisis personales adelgazan. Cualquiera que haya pasado por una, y no conozco a nadie libre de tragos amargos, sabe que la ansiedad y el miedo en dosis adecuadas encogen el estómago tanto como el ánimo, y entre el menos comer y el más pensar, se ve uno o una frente al espejo con las facciones más afiladas y la mirada algo menos lustrosa. La semana pasada veíamos a Pedro Sánchez exhibir una tristeza gestual y sonora que revelaba claramente el ánimo caído y temeroso de alguien que, como dijo Rufián después de su encuentro, está «tocado». Ayer le correspondió a Ábalos paseíllo en la entrada y salida del Tribunal Supremo, y ofreció también esa impresión de desgaste físico que descubre un alma torturada. Mucho más delgado, desaparecida ya la clásica orondez de su rostro satisfecho, a duras penas podía ocultar ese signo de decadencia no aceptada que supone el desajuste del cuello de la camisa. Cuando llevas corbata y entre la camisa y el cuello cabe un dedo, o es que encorbatarse no es lo tuyo o es que estás perdiendo peso y además te dejas llevar por el desánimo, sobre todo si eres alguien que se mire mucho al espejo. Descuido estético y descuido emocional se alimentan casi siempre.

A cualquiera le pasaría. No me gustaría estar en el pellejo de alguien que cada mañana se asoma a los periódicos o a los informes confidenciales temiendo el mordisco o el puyazo de una confesión, una frase o una revelación. Sobre todo si la fuente son escuchas o grabaciones de amigos y tienes la certeza de que durante alguno de los diálogos con ellos has dicho algo inapropiado o dejado caer secretos. Es cierto que nadie resiste la grabación de una conversación privada. Yo el primero. Y supongo que usted, lector o lectora, tampoco. Una constatación que imprime una necesaria benevolencia ante esa pública exhibición de conversaciones. Con una excepción: que la materia del palique sea cuestión relativa a los dineros públicos y el uso aprovechado de una posición de poder. Que revelen corrupción, para ser decididamente exactos. En ese caso no solo no tiene cabida comprensión o tolerancia alguna, sino, al contrario, exigir con todo el vigor posible que los comportamientos revelados reciban la reprensión y el castigo que merecen los corruptos. Y sus alrededores, por muy altos o respetables que éstos sean.

No hace falta escribir sobre esto para que sea ley de vida. Es impresión extendida y realidad aceptada que si te han grabado y se difunde tu voz y se diseminan tus palabras tienes muy difícil escapar de lo que éstas revelan. En cualquier sentido. Más aún si lo que escuchamos es delictivo, sucio o cutre. E, insisto, procede de un poder cuyos manejos quedan al descubierto.

No digo yo que las delgadeces revelen culpabilidades. El miedo, que tan libremente se pasea entre nosotros, no atenaza solo a quienes han hecho algo sino también a los que temen ser injustamente acusados o condenados. Pero las que exhiben los protagonistas de este «reallity», con la excepción de Koldo, que parece de intocable complexión, y a la espera de que empiece a enflaquecer el señor Cerdán, se me antojan pista a seguir para permanecer cada vez más atentos a la pantalla porque hay partido, se jugó fuerte y quedan aún por revelar secretos graves y ásperos que los protagonistas conocen y temen. Su desgaste es la huella.